Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
Una tarde de mil novecientos treinta y tantos, en el hotel madrileño favorito de los corresponsales de guerra, un hombre alto y desgarbado, mal rasurado y de penetrantes ojos claros, subió a paso cansino las escaleras hasta una de las habitaciones en cuya puerta tocó con cierta indecisión.
-¡¿Quién carajos es?! -tronó del interior un vozarrón.
–Erick Blair -respondió tímido el visitante.
-¡Y a mí qué chin… me importa quién sea Erick Blair!… ¡Qué demonios viene a joder!… –fue el bramido mientras la puerta se abría de golpe y aparecía un tipo musculoso y barbado, con mirada destellante y aliento espeso que se explicaban por la botella de güisqui medio vacía que apresaba en la mano izquierda.
El visitante titubeó un momento. Al ver que el enojo amenazaba con hacer saltar los ojos de aquel sujeto, rápidamente respondió un poco turbado:
-Soy George Orwell…
La mirada del neandertal se transformó, su cuerpo pareció relajarse y casi con ternura exclamó:
-¿Orwell? ¡Carajo! Pasa a echarte unos tragos. ¡Tenemos mucho de qué hablar!
Así se conocieron dos de los mayores escritores en lengua inglesa de su tiempo, Ernest Hemingway y George Orwell, en plena Guerra Civil española. Ambos darían testimonio de ese conflicto fraticida que marcó a una generación que, a riesgo de contradecir a Gertrude Stein, creo que fue la verdaderamente perdida.
En Homenaje a Cataluña Orwell-Blair destilará su desencanto con el totalitarismo disfrazado de promesa de un mundo mejor, en uno de los relatos más conmovedores escritos sobre esa guerra. Su narración desveló la conspiración entre el Partido Comunista Español y el PCUS para destruir al anarquismo español aún a costa del triunfo de la Falange.
El volátil y sanguíneo Hemingway, por su parte, recogió la saga de aquel momento de sangre y pasiones a partir de un compromiso más estético que político en novelas como Por quién doblan las campanas y Al otro lado del río y entre los árboles.
Eric Arthur Blair, mejor conocido como George Orwell, vivió con la convicción de que el mundo se puede cambiar y que si para ello una herramienta poderosa es la letra escrita, tomar las armas resulta más eficaz. Como nuestro Martín Luis Guzmán, estuvo en las trincheras y más de una vez miró a la cara a la muerte. Fue escritor, periodista, corresponsal de guerra y soldado.
Orwell se veía a sí mismo como un luchador social más que un escritor, lo cual lo diferencia de otros de su tiempo como Hemingway, poderoso creador, cierto, pero también sibarita y diletante.
Dice Christopher Hitchens que si Lenin no hubiera acuñado la máxima “el corazón en llamas y el cerebro en hielo”, esta habría sido el lema heráldico de George Orwell, “cuya pasión y generosidad sólo fueron superadas por su desprendimiento y reserva”.
Percibo a Orwell más cercano a Jack London, cuya obra si bien llega a nuestros días como de “aventuras” o de “libros juveniles”, en realidad buscó impulsar en el mundo de su tiempo el ideal socialista como también lo quiso John Reed. (Por cierto y como nota al calce, London estuvo en México enviado por, creo, el Harper’s Magazine, para reportear la Revolución. Pero en tierra jarocha, paradoja indescifrable, se transmutó en feroz antimexicano el genial autor de El mexicano.)
Por las vías materna y paterna, Orwell era descendiente de aristocracias coloniales en decadencia al servicio de imperios opresores y vivió con la “culpa” de ese origen. Vio la primera luz el 25 de junio de 1903 en Motihari, un poblado de la India. Según apreció su biógrafo Jeffrey Meyers en Orwell, tempestuosa conciencia de una generación, desde su nacimiento el escritor “vivió torturado por una culpabilidad colonial”.
Dice Meyers que Motihari “fue el lugar menos indicado para el nacimiento de ese escritor que fue la quintaesencia de lo inglés […] El lugar y las circunstancias de su nacimiento fueron factores cruciales en la vida de Orwell. Fue educado para creer en lo justo de la dominación inglesa sobre la India y de joven sirvió a la administración colonial. Pero su herencia contenía la semilla de su propia destrucción. Con el tiempo abandonaría su odioso empleo para condenar la maldad del imperialismo”.
Su padre, Richard Blair, fue empleado del departamento de opio del gobierno colonial de la India, donde al cabo de 32 años logró ascender de subagente auxiliar a subagente primer grado. Su madre, Ida Mabel Limouzin, creció en medio de riquezas y estuvo comprometida con un atractivo e inteligente joven… quien puso pies en polvorosa apenas supo de la bancarrota de su futuro suegro.
Por lo tanto (para fortuna nuestra) Ida tuvo que conformarse con Richard, el insignificante burócrata. Se establecieron en Motihari y a la primera oportunidad Ida se acogió a la costumbre colonial de llevar a los hijos de regreso a la Madre Patria para inscribirlos en la escuela y nunca regresó a la India.
En otras palabras, escapó en cuanto pudo e hizo su propia vida, alejada del marido e incluso de sus hijos. Cuando años después Richard se jubiló y regresó a Inglaterra, vivieron en la misma casa en recámaras separadas.
Modesto Suárez dice de Orwell que “educado en el prestigioso Eton College, tuvo a lo largo de su vida una serie de experiencias que lo acercaron a los desheredados, a los sin poder. Trabajó cinco años en la Policía Imperial India en Birmania, donde conoció de primera mano la fuerza del dominio colonial. Más tarde, vivió en la pobreza en París, ciudad donde enfermó por debilitamiento, y posteriormente convivió con las clases trabajadoras en Lancashire, Inglaterra. Orwell quiso vivir como lo hacían los sectores más pobres de la sociedad para descubrir su mundo, cosa que hizo en dos libros: Sin blanca en París y en Londres (1933) y El camino de Wigam Pier (1937)”.
Bernardo González Solano juzgó que “Como todo gran personaje de la cultura que se precia de serlo, George Orwell también tuvo sus claroscuros que, a pesar de todo, no logran empañar su imagen en la posteridad. Así, por ejemplo hay algunos apuntes sobre el oscurantismo de una época de confusión que marcó su literatura: ‘Lo que he visto en España no me ha hecho un cínico pero me hace pensar que el futuro es tétrico… No estoy de acuerdo, sin embargo, con la actitud pacifista como creo que lo estás tú (carta dirigida a Rayner Heppensthal, el 31 de julio de 1937). Aún creo que es necesario luchar a favor del socialismo y contra el fascismo… quiero decir luchar físicamente y con armas, aunque hay que saber quién es quién’.”
De nuevo Seara: “Como otros grandes intelectuales, George Orwell decide incorporarse a las Brigadas Internacionales para luchar contra el fascismo en la Guerra Civil Española. Orwell combatió al lado de los anarquistas y pasó un poco más de tres años en las trincheras del frente de Huesca, donde fue herido por un francotirador. La experiencia española (o será mejor decir catalana) fue para Orwell rica en enseñanzas políticas. Ahí pudo ver de primera mano el fascismo y conoció la fuerza y los métodos empleados por los grupos alineados al estalinismo: las campañas de desinformación, las persecuciones (de las cuales Orwell apenas escapó), los arrestos ilegales, las torturas y las desapariciones. De estas experiencias nace la obra Homenaje a Cataluña […]”
Rebelión en la granja y 1984 son quizá dos de las obras más conocidas de Orwell-Blair, dentro de una larga relación que incluye, además de las mencionadas arriba, Días en Birmania (1934), La hija del reverendo (1935), Que vuele la aspidistra (1936), Disparando al elefante y otros ensayos (1950) y Ensayos Completos: Periodismo y Cartas, publicación póstuma (1968).
El primero de enero de 1984, en una suerte de ritual político-literario, camaradas de mi generación y yo releímos el libro homónimo de Orwell con la idea de contrastar su trama con los tiempos que vivíamos en México. Ese año en la radio y la televisión de muchos países hubo producciones en homenaje al visionario escritor, periodista y luchador social. En México, la Dirección General de Televisión Educativa produjo una versión sobre 1984 transmitida por el canal 11 que estuvo a la altura de las series de la BBC . Lamentablemente no tuvo continuidad en calidad de producción.
Ese comienzo de año me pregunté qué habría sido de “Bola de nieve”. ¿Lo recuerda? El simpático cerdito que cayó de la escalera cuando a la inmortal frase Todos los animales son iguales, plasmada en el costado del granero, añadía el no menos imperecedero colofón: Pero unos son más iguales que otros… para justificar la dominación de la raza cerduna sobre el resto de los bípedos y cuadrúpedos que soñaban con un mundo mejor, a salvo de la opresión humana, en Rebelión en la granja.
Es posible que el lector se pregunte por qué pensé en “Bola de nieve” y no en Winston Smith, el personaje central de 1984. La razón es que in illo tempore estaba convencido de que la maldad tiene más posibilidades de triunfo que la bondad. En otras palabras, que en la lucha entre el bien y el mal, el primero con frecuencia se lleva la peor parte.
Por fortuna el tiempo me demostró que Orwell tuvo razón: la palabra y la acción política son las mejores armas para combatir la maldad y la opresión de los totalitarismos.
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