Alejandro Rodríguez Cortés*.
Un año.
Primero nos dijeron que estábamos preparados para recibir y combatir el desconocido virus del Covid-19 que empezaba a causar estragos en Oriente y en Europa. “No se preocupen”, escuchamos.
El SARS-COV-2 llegó a tierra azteca y un hasta hacía poco desconocido doctorcillo empezó a tirar choros mareadores que al principio fueron creíbles. “Es más agresivo y grave el AH1N1”, aseguró sin rubor quien fue despedido precisamente en la pandemia de 2009 por incompetente.
A los primeros contagios reconocidos llegó la primera muerte, y desde Palacio Nacional se nos conminó a seguir la vida normal, besos y abrazos incluidos. “No mentir, no robar y no traicionar al pueblo ayuda a que no te contagies de coronavirus”, pontificó el presidente de la República, recomendando el uso opcional y complementario de “detentes”.
El pueblo sabio y bueno se tranquilizó al saber que nuestro presidente estaba inmunizado por su halo de pureza y sabiduría. “Él tiene fuerza moral y no de contagio”, dijo el pastor Gatell a los feligreses obradoristas, que siguieron recibiendo tumultuariamente al mandatario en sus interminables giras de fin de semana.
Se rompieron todos los récords de curvas aplanadas y picos estabilizados, en gráficas redundantemente explicadas con sofismas médico-políticos. Pasamos del sistema “Centinela” a cuidar camas vacías. “Lo importante es que no se desborde la capacidad hospitalaria”, era la explicación ante la oculta realidad de cada vez mayores fallecimientos en casa.
El confinamiento llegó y con él la promesa de que duraría tan sólo unas cuantas semanas. “Quédate en casa”, y ahí les avisamos; “por el cubrebocas ni se preocupen, que no hay evidencia de su utilidad”, mintieron de nuevo.
Cuando los muertos comenzaron a contarse por los primeros miles, vino la profecía gatteliana. “Un escenario catastrófico sería de 60 mil muertos”. Vaya consuelo, aunque no sabíamos que esa cifra se multiplicaría por 5 veces antes de terminar el primer año de la desgracia.
Se acabaron los argumentos, pero no las conferencias de prensa ni los rollos mareadores. Cifras, picos, valles… muerte.
Y llegó el tema de las vacunas. “Ya estamos preparándonos para cuando esté lista la inmunización en el mundo”, se nos aseguró. Y se prometió que éramos los campeones del “apartado”, mientras el zar antipandemia vacacionaba en la playa nudista oaxaqueña de Zipolite. Se desnudaba su criminal incompetencia.
Enfermó Andrés Manuel López Obrador, y nadie supo del tratamiento que lo trajo pronto de regreso. Cayó contagiado López Gatell y ha estado enfermo casi el mismo tiempo que él mismo previó que duraría el primer confinamiento. Y antes de vencer el virus, el suyo, salió sin rubor a caminar por las calles de la ciudad de México, por supuesto, sin cubrebocas.
Las vacunas empezaron a llegar a cuentagotas, mientras tenían el descaro de decirnos que éramos el país que más inoculaciones estaba aplicando. Embusteros.
Hoy en día, se han administrado la mitad de las dosis presuntamente existentes en México. Prometen 80 millones antes de julio (¡claro, las elecciones!). Necesitamos más de medio millón de aplicaciones diarias si eso es verdad, y los mejores días han sido de poco más de 300 mil (un par de ellos, acaso)
“Vamos bien”, ha sido el último embuste de un año de mentiras y casi medio millón de muertos, según proyecciones serias y creíbles divulgadas por medios de comunicación “chismosos y escandalosos”, adjetivos que buscan trasladar la responsabilidad de criminales omisiones.
La siguiente impostura será decir que lo hicimos bien, porque nos compararán con la gran desgracia que está viviendo en estos días Brasil, a cuyos habitantes, por cierto, también les ha mentido un gobernante muy parecido al nuestro.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista.
@AlexRdgz