¿Contra el amor la inmediatez?

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

La inmediatez es la bandera de nuestra era y, como tal, lo impregna todo. Es ella, guiada por los vientos del consumo desmedido y el pragmatismo, la que orienta la barca en la que todos navegamos o creemos navegar. Quizás no exista ya parte de nuestra vida que no esté rendida ante sus pulsiones. Queremos todo rápido y desechable, que nos llene de gozo en un chispazo y sea remplazado con el tronar de nuestros dedos si el placer otorgado nos resulta mediocre —aunque ya no sepamos bien a bien lo que significa el placer—. No importa lo alternativos que nos creamos, estamos sumergidos en la misma masa, regida por los mismos impulsos. No importa lo sagrados que creamos algunos templos, han sido ya conquistados por el dominio de lo inmediato.

Por supuesto que el sexo y el amor no escapan a ello. El primero ha sido una de las mayores conquistas de esta fuerza totalizadora y el segundo, aunque resiste, no puede evitar verse distorsionado por patrones que parecen contravenir su naturaleza —o, al menos, las dinámicas que ha guardado durante vidas enteras. El hiperconsumo también ha conseguido que el amor pierda terreno. A veces en favor del sexo, a veces en favor de quimeras que ya no se sabe cómo nombrar. Y es que las obras que requieren de la paciencia y la constancia de un tejido fino, que se hila todos los días como se riega una delicada planta, resultan, cuando menos, atípicas en esta época.

Vivimos inmersos en un sistema que nos demanda un tránsito constante —y perpetuo— de un placer al siguiente. Si es posible, de uno intenso a otro incluso más fulminante. Si el tránsito no puede hacerse en términos de intensidad, se pide que por lo menos se haga en cantidad. Que el placer se multiplique hasta que nuestros sensores se hagan inmunes a él. Que resulte tan constante que terminemos por no notar más su presencia. Pero que tan pronto haga falta, actuemos como adictos en síndrome de abstinencia.

Es en este estira y afloja que el amor pierde terreno frente al sexo. Porque, no importa cuánto nos esforcemos en creerlo, el amor nunca va a ser enteramente placer, ni enteramente estímulos positivos. Su construcción es mucho más compleja, profunda y también mucho más humana y allí su vitalidad, en lo fallido que mil veces intentaremos. El amor está lleno de errores y de insatisfacciones. Ello no lo hace bueno o malo; lo hace simplemente lo que es. Pero la mentalidad del consumo —acostumbrada a desechar todo aquello que no se adapte a los caprichos del momento— no puede conformarse con semejante producto. El amor no puede proveer una cadena ininterrumpida de estímulos positivos, pero el sexo, en teoría, sí. Es así que nos mudamos lentamente de uno a otro.

Pero este cambio no significa que de la noche a la mañana nuestra estructura interna también se transforme. Como seres humanos, nuestras necesidades formadas a lo largo de los siglos siguen prevaleciendo. La búsqueda del amor sigue

guardada en algún sitio, aunque la inmediatez y el hiperconsumo la dejen en la oscuridad. Empezamos a olvidar cómo llegar a ella, pero el vacío que su ausencia deja es todavía palpable. Ya lo decía bien García Márquez: “el sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor”.

Esencialmente, el amor no puede mantener los ritmos de la búsqueda compulsiva de placeres. Un camino es completamente opuesto al otro. El amor aguarda, se impacienta, pero no por ello claudica en su propósito, que es único. La inmediatez del sexo, por el contrario, no puede esperar un segundo. No tiene tiempo de impacientarse; si la insatisfacción no está en un lado, está en el otro y no hay por qué aguardar demasiado por algo que puede conseguirse fácilmente en otro sitio.

El amor es la languidez, mientras el hiperconsumo es el sátiro. Así lo planteaba Roland Barthes en su Fragmento de un discurso amoroso. El sátiro quiere que su deseo “sea inmediatamente satisfecho”. El sátiro dice: “Si veo un rostro que duerme, una boca entreabierta, una mano que pende, quiero poder echarme encima. Este Sátiro —figura de lo inmediato— es exactamente lo contrario del languideciente”. La languidez, materialización del amor, no hace otra cosa que esperar y nunca termina de desear al mismo objeto.

La satisfacción total es sólo un espejismo. Porque ni siquiera la búsqueda compulsiva nos puede llevar a ella; siempre necesitaremos más y más. Tristemente, quizás no nos demos cuenta de ello hasta que las viejas estructuras estén completamente demolidas y no haya a dónde regresar. El amor subsiste gracias a las marañas del lenguaje incluyendo a todos sus fantasmas del consciente y el inconsciente así como a sus significados y significantes, pues como dice la máxima psicoanalítica: “Es hablando como se hace el amor.” ¿Será?

 

Manchamanteles

La vida se manifiesta de formas distintas, incluso en un solo cuerpo. Para el ser humano, son la creación, el amor y el autoconocimiento los que nos completan. Si no apuntamos un poco hacia esas direcciones, nos marchitamos lentamente. Ya lo dice Julia Kristeva: quien no está enamorado ni se psicoanaliza, está muerto.

 

Narciso el obsceno

Cuenta la mitología que existió una pasión entre Eco y Narciso. Lo cierto es que Narciso ama a su eco —¡Ecoo! ¡Ecoo! ¡Ecooo!—, ¿o hay otro?

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