Boris Berenzon Gorn.
El amo ha aceptado la muerte conscientemente;
el esclavo la ha rechazado.
Alexandre Kojève
La cumbre de la democracia llegó a nosotros gracias a la web 2.0. Todo lo que antes entendíamos como participación ciudadana no era más que un chiste. El periodismo, la libertad de expresión e incluso la de asociación han sido rescatados por las redes sociales. Sin ellas no tendríamos palabra, no tendríamos voz ni capacidad de convocatoria. Palabras más, palabras menos, estos son los artilugios propagandísticos que los gigantes de Silicon Valley pretenden hacernos creer a pie juntillas para que sigamos alimentando, de buenas y sin recompensas significativas, sus emporios.
Lo cierto es que las herramientas con las que creemos alcanzar la libertad y el desarrollo máximo del individuo no están haciendo más que convertirnos en una masa homogénea compuesta por seres idénticos, cuyo libre albedrío se reduce a darle like o no a una publicación. La sociedad de hoy está tan sometida como muchas otras —o quizás más—que pensamos que son radicalmente opuestas. La diferencia es que la nuestra no es consciente de su propio yugo.
Así lo plantea el filósofo Byung Chul Han, para quien el poder al que hoy nos sometemos ha alcanzado niveles de complejidad y perfeccionamiento antes inimaginables. Hay un sistema al que hoy rendimos cuentas, queramos verlo o no. Su cara más externa es la interfaz de nuestra red social favorita. Nuestra dependencia a sus actualizaciones, a verter en ella nuestros pensamientos efímeros, es el patrón de conducta que exige de nosotros y que, en su favor, disfrazamos de una libertad de expresión ilimitada que no nos cansamos de presumir.
De acuerdo con el autor de Psychopolitik, “el sujeto sometido no es siquiera consciente de su sometimiento. El entramado de dominación le queda totalmente oculto. De ahí que se presuma libre”. Ciertamente, para muchos esta era es la del poder máximo de la ciudadanía. Lo dicen las canciones, lo repite y lo reproduce la TV (cuyos contenidos descansan cada vez más en las redes), y a veces lo aprovechan los políticos del mundo. Sin embargo, pocas veces las agendas son realmente influídas por el ciudadano común mediante su smartphone. Lo contrario es el patrón: son las redes las que nos dictan qué debe hacernos enojar, qué debe alegrarnos y a quién debemos linchar.
Por supuesto que las redes no piensan por sí solas. No es un poder supremo y sobrenatural el que nos domina. Los hilos que nos mueven siguen siendo los del consumismo, los del placer instantáneo. La demanda permanece intacta: ser infeliz hasta que la compra de un nuevo producto que desecharemos casi al instante alivie la tensión y repetir el ciclo hasta el final de la vida. Los titiriteros tampoco han cambiado mucho. Son los que se encuentran en la cumbre de la montaña, que de unos años para acá se ha establecido en Silicon Valley.
Este régimen no prohíbe, sino que complace a manos llenas. Su arma no es el silencio sino el ruido perpetuo. Su látigo no es la violencia sino la seducción. No nos pide que agachemos la mirada frente a sus atrocidades, sino que contemos nuestras vidas en un monólogo sin fin: que vomitemos enojos, alegrías, corajes, frustraciones. Necesita que pensemos que hay un mundo atento a nuestras ocurrencias, que nos observa con las cámaras y los reflectores puestos, como si fuéramos los opinadores del momento de quienes todos esperan una puntada y sin cuyos comentarios la agenda pública no ha sido bien revisada. Se refuerza esa convicción en cada retuit o cuando nuestras ácidas observaciones llegan al grado de ser compartidas como captura de pantalla a través de WhatsApp.
Lo que para nosotros son las grandes denuncias ciudadanas, las declaraciones intelectuales del siglo XXI, el punto más alto de las libertades, para los gigantes de las redes no son más que los granitos de arena que, uno a uno, construyen su fortuna. Mientras jugamos al libertador de la web 2.0, el sistema sigue funcionando como una enorme granja donde somos poco más que los animales de carga que transforman sus propios datos en la riqueza del acaudalado. Y, como nos advertía Jacques Lacan, los sentidos excitan e incitan “las trampas de lo imaginario”, pues la rigidez del binomio amo-esclavo es dialéctica, y su aparente solución para revivir esta dialéctica surge a partir del triunfo del deseo de una de las partes asumiendo que la llamada “realidad” no es por si misma ni estática ni progresiva.
Dice Byung Chul Han que la principal diferencia entre nuestro mundo y el orwelliano de 1984 es que en este último la gente sabía que estaba siendo dominada, esclavizada. La humanidad ha enfrentado incontables momentos oscuros, con la ventaja de que en la mayoría de ellos ha sido bastante consciente de su miseria y de sus opresiones. Hoy llamamos libertad a las cadenas, y les rendimos tributo día con día por regalarnos el espejismo de la democracia.
Manchamanteles
Esta semana el mundo conmemora el legado de Miriam Makeba, nacida el 4 de marzo de 1932. Conocida como Mamá África, la cantante fue una de las voces que hicieron visible y denunciaron el apartheid en Sudáfrica, que se mantuvo vigente hasta las últimas décadas del siglo XX. A 13 años de su partida, muchas de las columnas que han mantenido vivo el racismo y la discriminación siguen enteras. ¿Cuántas generaciones más habrán de pasar para que acabemos de derribarlas?
Narciso el obsceno
La vergüenza es —a veces— el principio de la autocrítica, motor necesario. Sin embargo, para Narciso es un lugar de quiebre, pues en ella se rompen el círculo y el circo de su reputación. Como vive para ser admirado, el espejo lo refleja en falta; por ello huye de la vergüenza. ¡Cruel venganza la de su éxito!