Boris Berenzon Gorn.
Gran parte de las comodidades que hoy gozamos las debemos a la existencia del internet. Las comunicaciones, el comercio y el trabajo mismo tal como hoy los conocemos serían para muchos de nosotros imposibles sin la capacidad de estar permanentemente conectados. Hemos delegado enorme parte de nuestras vidas a las herramientas digitales, hecho que, por sí solo, no puede ser utilizado para criticar a la sociedad de hoy. A fin de cuentas, delegamos la tarea de protegernos de las lluvias a los techos de nuestras casas, y la de cocer nuestros alimentos para no enfermarnos, a nuestras estufas, ollas y sartenes. De alguna manera es un nuevo o el mismo malestar de la civilización cada vez mas obtusa. ¿Hay, acaso, una nueva erótica que pensar o nuevas formas de entender el duelo y la melancolía?
Valernos de la tecnología para sobrevivir y mejorar nuestras condiciones de vida es una característica de nuestras sociedades, como también lo es el evaluar el uso que hacemos de ella y los cambios que introduce en cada aspecto de nuestro desarrollo.
Mucho hemos hablado en este espacio sobre los fenómenos sociales introducidos o magnificados por la web 2.0. La desinformación y el nutrido torrente de noticias falsas son solo algunos de ellos. Sus consecuencias son por todos conocidas; quizá, sin cadenas de fake news, Trump y Bolsonaro nunca habrían llegado a las presidencias de sus países, y el Brexit no hubiera sucedido, por mencionar algunos. El propio revuelo que hoy vemos en los medios convencionales en torno a las vacunas —que generan desconfianza en la población de diversos puntos del planeta— no es más que un reflejo de lo vivido en las redes sociales, donde decenas de teorías descabelladas son sembradas y nutridas por cualquiera que tenga el tiempo, las ganas y la ignorancia suficientes.
Pero no solo los medios convencionales han cambiado gracias a la web 2.0 y han dejado, en muchos casos, de producir su propio contenido para limitarse a reproducir lo que fulanito dijo en Twitter y lo que zutanito contestó. La justicia misma ha cambiado sus modos; ha elevado a una mayor potencia mecanismos que, ciertamente, llevan décadas existiendo. Hoy no hace falta levantar una denuncia para que un profesor escandaloso sea invitado a tratar a sus alumnos con cortesía. Con grabarlo in fraganti y exponerlo en redes bastará para que la propia escuela pida disculpas y lo despida. Mientras tanto, por supuesto, sus políticas internas y malas prácticas —todas las que no sean grabadas— continuarán intactas. No se mejoran los mecanismos de impartición de justicia ni las estrategias para lograr una convivencia armónica, pero se fomenta y se aplaude que, desde la superioridad moral, todos nos volvamos vigilantes del otro.
Sin embargo, la forma en que internet nos transforma va más allá de los patrones sociales y podría estar incluso cambiando nuestros cerebros. Desde hace años, Nicholas Carr, uno de los principales críticos de las herramientas digitales, ha venido advirtiendo que la dependencia excesiva de la tecnología digital podría afectarnos a la larga. Diez años atrás, con la publicación de Superficiales: lo que internet está haciendo con nuestras mentes, el autor señalaba que la forma en que leemos y la propia estructura de nuestro pensamiento sería alterada con el uso de internet. Con respecto al primer punto, no es difícil imaginar que esto es así. Si la transición de la tradición oral a la escrita debió cambiar nuestros bloques de pensamiento, también lo haría la transición del objeto-libro a la pantalla de posibilidades aparentemente ilimitadas.
Sin embargo, los cambios en nuestro cerebro han sido mucho mayores de lo que Carr preveía. Diversos estudios han mostrado, por ejemplo, que la cercanía con nuestros teléfonos celulares disminuye nuestra habilidad para resolver problemas. No necesitamos usarlo ni tenerlo encendido: su sola presencia parece devolvernos a un estado de dependencia donde esperamos que un ser más desarrollado haga todo por nosotros. No se trata, por supuesto, de que los smartphones estén poseídos o sean la encarnación del diablo. Esto no dice nada sobre la tecnología en sí misma sino sobre nuestro abuso de la misma y sobre la relación desequilibrada que hemos creado con ella.
Carr afirma que también nuestra concentración se ha visto afectada. Nos hemos acostumbrado a recibir información cada vez más fragmentada y acompañada por constantes anuncios y notificaciones. Si la televisión ya nos había cambiado en este aspecto, haciéndonos necesitar comerciales para mantener la atención por largo rato, el impacto esta vez es mucho mayor. La forma como nos introducimos en la información es cada vez más dispersa. Absorbemos mucho, pero nada a profundidad. Leemos titulares, tuits, breves extractos, pero nos vamos haciendo incapaces de navegar hacia las aguas más oscuras. El problema aquí es que lo que resulta minado es nuestra capacidad analítica, nuestra habilidad de conectar un tema con el otro —más allá de un hipervínculo—, la posibilidad de buscar y comprender las causas de los titulares con los que generamos juicios.
Es difícil prever si estas transformaciones serán o no reversibles. Empero, es bastante fácil aventurarse a vaticinar que nadie intentará revertirlas por un buen rato, salvo algunos locos —como Carr— que miraremos con curiosidad durante las escasas fracciones de segundo que nuestra atención dure enfocada en él.
Manchamanteles
Mucho se habla de los valores democráticos promovidos por la web 2.0, pero cabría preguntarse, como también lo ha hecho Carr, “¿qué tipo de democracia promueve?”. Para el autor, la visión idealizada debió quedar desde hace mucho tiempo atrás, pues lo que hoy por hoy se promueve es “una mentalidad de hooligan”. Dice el autor que recopilamos información de forma más tribal que grupal y nos quedamos, al final, con lo que siga alimentando nuestros prejuicios. Su observación no está nada lejos de describir la realidad.
Narciso el obsceno
El narcisista requiere verse perennemente en el espejo de los otros para dar fe de su existencia y reconocer quién es. Las redes sociales son un laboratorio de entusiastas y fallidos narcisos que bailan al compás de la música de moda.