Alejandro Rodríguez Cortés*.
El gobierno mexicano camina en sentido contrario a lo que es por definición una de sus principales obligaciones: propiciar condiciones óptimas para el desarrollo económico.
La mal llamada Cuarta Transformación apuesta a la regresión setentera de un centralismo energético, con empresas púbicas monopólicas que produzcan todo el petróleo y electricidad que haga falta, no importa que en ello vaya un alto costo, una ineficiencia rampante y una carísima factura ambiental. En fin, la ideologización sobre la lógica económica.
Tras décadas de una economía cerrada a la competencia comercial, México se abrió paulatinamente al mundo a partir de los años ochenta, primero con su incorporación al Acuerdo de Aranceles y Comercio, conocido como el GATT, luego con el Tratado de Libre Comercio en que Carlos Salinas de Gortari centró su estrategia de modernización, y ya recientemente con el nuevo TMEC, negociado con la oscura administración de Donald Trump.
Nadie puede negar, con números y cifras duras en la mano, lo que la apertura comercial trajo a México: inversión extranjera, empresas y empleos, crecimiento y bienestar, si bien hubo que desplegar un duro pero valioso esfuerzo de reconversión industrial y productiva, para que los empresarios mexicanos enfrentaran la realidad de la competencia global por los mercados.
El sector energético tuvo en la reforma energética de Enrique Peña Nieto, 2013, un histórico acicate para abrir el viejo ostión de la mal entendida soberanía nacional y permitir la participación privada nacional e internacional en la generación de energía más barata, pero también para explorar los nuevos caminos y opciones renovables que ya van dejando poco a poco atrás a las fuentes fósiles.
Las rondas y subastas petroleras y eléctricas trajeron el dinero que el Estado mexicano no tenía para las inversiones necesarias, y México se convirtió en un atractivo destino para hacer negocios, pero también para ser un jugador relevante en el mundo de las nuevas tecnologías de extracción de hidrocarburos, de los generadores eólicos y de los paneles solares cada vez más presentes en el territorio nacional.
En el caso particular de la luz, término coloquial con que los mexicanos nos referimos a la vital energía eléctrica, el marco legal vigente coloca a la Comisión Federal de Electricidad en un tablero de juego de reglas claras para la competencia en la generación y la complementariedad en la transmisión, que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador aborrece porque no hace preponderante a la empresa que dirige el impresentable Manuel Bartlett Díaz.
Por eso se presentó el llamado “Decreto Nahle”, que fue desechado ya por la Suprema Corte de Justicia de la Nación por violar preceptos jurídicos de sana competencia establecidos en el TMEC y en la propia reforma energética que el actual presidente prometió no derogar como tal. Por eso también se envió en días pasados una iniciativa que insiste en el absurdo: se tiene que comprar en primera instancia a la CFE su energía, no importa si ésta se produzca quemando carbón o combustóleo, ni si es ostensiblemente más cara que las de otros competidores, productores independientes y empresas privadas nacionales y extranjeras.
No hay lógica alguna. En los últimos 7 años la CFE tuvo incluso utilidades por comprar energía barata y venderla más cara. Estamos hablando de un costo de producción de 60 por ciento mayor, si la vieja entidad estatal hubiera generado toda esa luz.
O sea, electricidad cara y sucia por encima de la eficiencia, la competitividad, la sustentabilidad.
En fin, una señal más que ahuyenta la inversión nueva y que pone en entredicho la que está vigente en contratos que son desdeñados por una necia doctrina de anticapitalismo, estatismo y/o nacionalismo de Estado.
La moribunda economía mexicana a la que todavía quieren electrocutar.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista
@AlexRdgz