Boris Berenzon Gorn.
La esquizofrenia no puede entenderse
sin comprender la desesperación.
Ronald David Laing
El estandarte por excelencia de la democracia ha padecido un terremoto en sus cimientos. El símbolo está perplejo, y sus significantes, trastocados. La toma del Capitolio fue protagonizada por unos cuantos agitadores, pero no por ello se puede considerar menor. Su importancia no radica en la ira de una masa —en efecto, poco representativa de la población de Estados Unidos—, sino en la postura que las autoridades tomaron ante ella. Un presidente que hasta el último de sus días en el poder se niega a comportarse como tal y una actuación controvertible de la policía —que asesina a las personas afroamericanas sin razón, pero que a los simpatizantes de Trump les abre de par en par las puertas para que hagan destrozos en la sede del Congreso— fueron las imágenes que sorprendieron este miércoles al mundo.
Que Trump no iba a hacer fácil el cambio del poder lo supimos desde el principio. Sus amenazas al respecto no fueron para nada discretas. Desde antes que se celebrara la elección, el aún mandatario empezó a desacreditar los resultados, consciente de que eran precisamente los demócratas quienes más estaban respetando las restricciones frente a la COVID-19 y que, por lo tanto, estos preferirían votar por correo. Sus sufragios —que serían los últimos en terminar de ser contados— favorecerían a Joe Biden, y de ahí la urgencia del magnate de desconocer por completo esta forma de participación, que es completamente legal. Pretender invalidar las estructuras en las que Estados Unidos se ha sostenido durante décadas ha sido precisamente el sello distintivo de la Casa Trump.
Probablemente, desde el principio el magnate de la Casa Blanca haya sabido que sus acusaciones de fraude electoral no funcionarían: disparates de esa naturaleza solo funcionan en América Latina cuando así lo quiere y “documenta” algún organismo internacional. En la casa matriz de la democracia, una triquiñuela semejante estaba destinada a fracasar, y tal vez ello no haya sido un secreto para Trump. Puede que su objetivo fuera obtener exactamente esto que logró: un movimiento enardecido que se cree a pie juntillas sus calumnias y que no respeta en lo más mínimo a la autoridad.
Valga mencionar que este movimiento no es nuevo, sino que se trata de una nueva y facciosa versión del que llevó a Trump al poder. Englobadas bajo el lema Make America Great Again (maga), las masas que han seguido a Trump frente a viento y marea llevan al pie del cañón más de cuatro años. Sería injusto decir que todas las personas que han apoyado o integrado el maga están de acuerdo con lo sucedido en el simbólico Capitolio, pero es imposible soslayar que tanto uno como otro movimiento han respondido a los mismos estímulos: el odio sembrado por Trump, su desdén hacia todo lo que significa el gobierno estadounidense y la creencia de que el narciso presidente saliente revertiría las tendencias de injusticia social que provienen de un problema estructural mucho más profundo, de hondo calado espacio-temporal e ideológico. Autores como Francis Fukuyama, en El fin de la Historia y el último hombre, o Samuel P. Huntington, en ¿El choque de civilizaciones?, jugaron a mirar las musarañas, a exorcizar todas las estrellas de su bandera con enemigos falsos, y a pretender ahuyentar como si fuera un fantasma la debacle de una democracia que venía desmoronándose por las insidiosas y esquizofrénicas exigencias del demos, y no del ethos.
Trump ha conseguido que al menos una fracción del maga se radicalice y efectúe actos como los vividos este 6 de enero. Contrario a lo que podría esperarse de un líder que dice amar a su país, el presidente condenó de mala gana los actos e incluso los justificó, asegurando que se trataba de una respuesta natural frente a un supuesto fraude, el cual solo sucedió en la realidad alterna en la que vive Trump. Indudablemente, este movimiento va a acompañar al magnate en lo que sea que emprenda en el futuro cercano, lo que le confiere una fuerza que lo hace ser no más que un pobre individuo incapaz de conciliar la realidad con su cabeza.
Es posible que la mayoría de las figuras de autoridad entren en razón y que poco a poco vayan dándole la espalda a Trump. No es muy probable que vayamos a ver un escenario en el que el presidente logre aferrarse al poder con el beneplácito de los múltiples poderes que mueven los hilos del país. De cualquier forma, el hito que hemos presenciado, el toque de queda en Washington ante las amenazas de más violencia, se ha quedado grabado en la historia de Estados Unidos como el síntoma de una época. Es la victoria de la desinformación, de la verdad manipulada a modo, del odio que corre como un río desbordado en el momento en el que supuestamente gozamos de la más grande herramienta que ha parido la democracia: las redes sociales.
Frente a toda esta situación, es difícil no pensar una ironía el hecho de que Donald Trump se autonombre patriota. Es también difícil no recordar las respuestas que figuras cardinales de la política mexicana han tenido frente a acusaciones realmente fundamentadas de fraude electoral. Dos momentos de esta categoría han cimbrado a nuestro país, y en ambos, los agraviados han decidido usar cualquier tipo de estrategia para evitar que las multitudes inconformes se dejaran llevar por la violencia. Lo que sea que signifique patriotismo, estos personajes han mostrado más de él que lo que Donald Trump habría podido imaginar en su vida.
En un mensaje a la nación, Joe Biden registró la delicadeza de la democracia. El presidente electo tiene como tarea hacer de ese reconocimiento un discurso que marque su tiempo, un derrotero firme que lo distinga del statu quo. La violencia no es un camino a la democracia, como tampoco lo es la simulación.
Manchamanteles
El caso de Julian Assange, fundador de WikiLeaks, ha vuelto a cobrar importancia mundial ahora que el Reino Unido negó su extradición a Estados Unidos. Durante años, Assange ha dependido de la volatilidad de las voluntades y relaciones entre gobiernos. ¿Qué significa a estas alturas su figura y su libertad? La respuesta varía según a quién se pregunte. Mientras que para algunos se trata de un estandarte de libertad, para otros, como Estados Unidos, es una amenaza para la soberanía. Como sea, algo está claro: la importancia de Assange no se debe solo a él sino a la evidencia de la aparición de figuras que todo lo ven y a las cuales los gobiernos no pueden controlar.
Narciso el obsceno
André Green, psicoanalista de frontera, señala que las ideas categóricas para el psicoanálisis contemporáneo surgen del choque con el narcisismo: “Un psicoanálisis que disocie todo aquello de lo que es testigo en el mundo y lo que está obligado a reconocer, se vuelve literalmente esquizofrénico”.