Boris Berenzon Gorn.
Aún no superamos marzo y ya estamos reviviéndolo. Esta vez, magnificado y con respuestas que ni el más optimista puede nombrar contundentes. La curva nos lleva a conocer otro de sus máximos. Subimos como en una montaña rusa inversa. No es la bajada la que aterra sino ese continuo ascenso que no parece poder detener nada ni nadie. Las realidades se multiplican. Están quienes viven la crisis, quienes la viven dos veces y quienes tienen la suficiente capacidad de evasión —o esquizofrenia— para pensar que nada pasa, que es momento de partir una piñata con amigos. Un ciclo termina, pero después del túnel todavía no se distingue faro alguno.
No hay balance posible de este año que resulte positivo. Podemos ponerle buena cara, podemos decir que hemos sembrado para cosechar mañana —tan pronto acabe la crisis— y podemos asegurar —con justa razón— que no todo ha sido negativo. Sin embargo, al hacer la suma, resulta difícil que lo que resalte no sea el caos que una amenaza microscópica trajo hace unos meses a nuestras vidas.
En varios episodios difíciles de nuestra vida nacional lo que más ha destacado ha sido la solidaridad: terremotos, artimañas electorales, inundaciones, otra vez terremotos… Hemos sabido afrontar todos esos desastres dándonos la mano, pensando en el otro —en el vecino— y creando entre ciudadanos el ímpetu que los gobiernos no pudieron desplegar. Esta catástrofe ha sido la excepción. Esta vez elegimos ser quienes son incapaces de portar un trozo de tela en el rostro porque “yo estoy sano”; quienes no pudieron sacrificar una mínima parte de su vida social porque “no pasa nada”, “es mi compadre” o “es por mi salud mental”; quienes decidieron malentender la libertad a media crisis como la capacidad de dañar impunemente al otro.
A mediados de año, todo el mundo en las redes sociales aseguraba ser la mariposa que acababa de salir de su capullo. Todos rebosaban enseñanzas y estaban listos para hacer del mundo un lugar mejor. La pandemia les había dejado todas las lecciones de la vida y eran maestros zen, santos católicos, monjes budistas y curanderos…, todo a la vez. Las enseñanzas duraron poco, al parecer, porque la crisis acentuada con la que cerramos el año no solo es culpa de unos cuantos: es una responsabilidad compartida que hemos decidido ignorar actuando como si no estuviéramos a la mitad de una emergencia mundial.
Podría pensarse que estaríamos listos para el segundo revés, que las lecciones del confinamiento y la distancia fueron suficientes, que quienes tuvieran la posibilidad se guardarían voluntariamente y se abstendrían de propagar el virus; no ha sido así. ¿Qué diferencia hay entre esta y otras catástrofes en las que sí ha habido solidaridad? ¿Es que aquí la valentía no puede ser retratada? ¿O que implica quietud en vez de una acción aparatosa relacionada con el “macho” que silenciosamente se aspira a ser?
El año acabará en unos cuantos días, y con ello se hace evidente que este evento astronómico no va a desvanecer nuestros problemas. El año 2021 no tiene por qué ser muy distinto a 2020, por mucho que haya una vacuna en puerta. Las predicciones no son nada optimistas; sus efectos se sentirán en un año… o dos o tres. El siguiente año estará determinado por mil factores que no podemos controlar. Pero hay muchos otros que sí están en nuestras manos y que decidirán si nos va un poco mejor o un poco peor. En ese sentido, el Año Nuevo será lo que decidamos que sea. ¿Privilegiaremos el desfogue efímero del festival vacío o las vidas de decenas a nuestro alrededor? Decenas que, de cadena en cadena, van convirtiéndose en miles.
Hemos hablado mucho del peligro que han corrido los derechos humanos en el mundo frente a la pandemia, de los mecanismos de vigilancia y control que se han desatado como consecuencia de las políticas para atender la emergencia sanitaria. Pero con ello no hemos querido minimizar en ningún momento la importancia de cuidarse y cuidar a los demás durante la pandemia. De igual modo, no podemos minimizar la respuesta social que se tiene frente a ella: una cosa es lo que hagan los gobiernos, y otra, cómo decidan responder las sociedades. Todavía estamos a tiempo de recordar esta etapa por la solidaridad mostrada. Y no: decir en redes sociales que la situación nos duele no es solidaridad suficiente. Tratemos de poner un alto a la llamada “ira pandémica” de todas las formas posibles.
No me resta más que agradecer a El Arsenal y a mis lectoras y lectores por un año más de complicidad y cercanía. Les deseo lo mejor para el año que comienza. Recordemos que hay que cuidarnos, quedarnos en casa. Nos veremos otra vez el segundo viernes de enero de 2021. ¡Hasta entonces!
Manchamanteles
Los intentos por contener la pandemia se han vuelto la nueva roca de Sísifo. Unos cuantos —los trabajadores de salud, quienes llevan la mayor carga— luchan cada día por resolver una crisis que vuelve a desatarse al instante siguiente. La pandemia terminará un día, pero en nuestra forma de actuar frente a ella se juega también el modo como combatiremos las grandes crisis del futuro (ambientales, políticas, de salud); hasta hoy, el modelo planteado no es alentador en ningún lugar del globo.
Narciso el obsceno
En las grandes pasiones de la humanidad —como el amor y la política—, el eco repetitivo del idílico reflejo (y una epopeya repetida por siempre desde el vacío) es repetir el goce de nuestras voces narcisistas: un soliloquio exquisito.