Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

¿En qué momento se volvió la pertenencia a una generación un factor fundamental para la identidad? De unos años para acá, parece ser que el mundo está dividido en grupos que, unificados por la edad, son completamente homogéneos en su interior, pero completamente distintos a todos los otros. Hay que conceder que es cierto que una persona no se parece tanto a su linaje como al tiempo en el que vive. Pero de ahí a hacer de las generaciones el nuevo signo zodiacal hay mucha diferencia. Se pasó del sujeto al arquetipo con más circunstancia que pompa y más pragmática que crítica, y el tema resultó redituable económica y políticamente.

Si uno realiza una búsqueda rápida en Google, puede enterarse de que los llamados millennials “son ciento por ciento digitales”, “no son conformistas” y “no les gusta el compromiso”. De acuerdo con la creencia popular, a esta generación —nacida entre 1981 y 2000— la habría definido el cambio de milenio y el contacto con la web 2.0. Si uno repite la misma búsqueda para el signo zodiacal Géminis, se entera de que todas las personas pertenecientes a ese signo (todas, todas las de la Tierra), son “intelectuales, elocuentes, cariñosas, comunicativas e inteligentes”. En su caso, de forma análoga al hipermístico cambio de milenio, a los géminis los habría definido la posición que MACS J1149+2223 Lensed Star 1 —la estrella más lejana de la que tenemos registro— tenía al momento del alumbramiento.

La división del mundo en generaciones no es un asunto reciente. Hay quienes aseguran que confiamos en ella desde los años 20 del siglo pasado y que intelectuales como Ortega y Gasset ya teorizaban en torno a ellas desde hacía décadas. Sin duda, esta clasificación nos ha sido sumamente útil para ampliar nuestro entendimiento de la realidad desde las ciencias sociales. Esta categoría tuvo que surgir como respuesta a una necesidad hermenéutica y ontológica, y no como una simple ocurrencia. Sin embargo, desde que su uso indiscriminado se popularizó en los medios de comunicación masiva, quedó reducida —al menos en lo popular— al rango de un zodiaco. Y que conste que soy escorpión.

Y no, no tengo nada en contra del horóscopo. ¿Quién sería yo para tentar la furia de los astros? Como cualquier creencia, esta me parece respetable, y claro que de vez en cuando veo lo que alguna revista dice que le depara a mi signo para la semana en curso. Pero no debemos olvidar que este tipo de pensamiento es de índole mágica y que no nos sirve para aproximarnos al mundo de una manera racional ni científica. Por lo tanto, utilizar la tipología de las generaciones de manera análoga transforma lo que una vez fue propuesto como categoría para las ciencias sociales en poco más que un amuleto que funciona solo cuando las entidades anímicas recuerdan nuestra existencia.

El alboroto que en torno a las generaciones se hace en las redes sociales y en los medios de comunicación masiva nos recuerda grandes absurdos de la humanidad, como los programas de “guerra de sexos” de la televisión o la idea de que una persona es bella o deja de serlo por su color de piel. En todos los casos hablamos de un dato que puede ser fácilmente identificado o registrado mediante la observación, que ciertamente nos brinda información sobre el sujeto, pero que poco dice sobre las complejidades de su mente, y que es extrapolado —hasta niveles absurdos— hasta creer que con base en él puede obtenerse un mapa completo de la psique.

Atestiguamos uno de estos absurdos en plena pandemia, cuando personas que se asumen de tal o cual generación rebautizaron a la COVID-19 como la “boomer remover”; es decir, el “removedor de boomers”, en alusión a la generación comúnmente conocida como baby boomers. Se considera que esta generación nació entre 1946 y 1964, por lo cual, gran parte de ella está constituida por personas que hoy son adultas mayores. Al encontrarse ellas en uno de los grupos poblacionales que han sido más afectados por el nuevo coronavirus, a un grupo de usuarios les pareció ¿divertido? nombrar al virus como si de una especie de purga utilitarista y edadista se tratara.

Poco preocupa el mote y poco preocupa que lo usen un grupillo de personas tristes que lo reproducen desde el sótano de sus padres (quienes seguramente son baby boomers). Sin embargo, el tema da para la reflexión: estas personas sienten mayor empatía por su generación que por la propia especie humana. Les parece aceptable menospreciar la pandemia porque —según ellos— afecta a una generación a la cual no pertenecen y con la cual no quieren tener nada que ver. Es como si estuviéramos hablando de tribus.

Todo este asunto nos recuerda que las religiones no son lo que causa la intolerancia; tampoco lo son los equipos de futbol ni los partidos políticos sino nuestra necedad de pertenecer a tribus que se devoran entre sí. Dejemos como epílogo el meditar sobre la idea de Julián Marías: “La vida humana es temporal y sucesiva”.

 

Manchamanteles

Poco a poco, las redes sociales van ganando espacio en nuestras vidas. Cada vez les cedemos muchas más áreas de nuestro desarrollo: socialización, búsqueda de pareja, acceso a la información, educación —hay profesores, en esta pandemia, que no dan clases a alumnos que no usen Facebook— y, ahora, también la gestión del trabajo. Asana, la aplicación fundada por uno de los también fundadores de Facebook, llega para para clavar la bandera en uno de los ámbitos más trastocados de la vida, y —seguramente— también para decirnos que “el trabajo nos hará libres” siempre y cuando su flujo permita inflar a un gigante más en Silicon Valley.

 

Narciso el obsceno

Sergio Fernández (1926-2020) hace una vívida descripción de Narciso en su obra Los desfiguros de mi corazón (1983): “Imbuido de sí, ha paralizado, con el coro de las Leghorn arrebatándole las migajas; coro vicioso, estulto; quitándole uno y otro pedazo de tortilla remojada en agua; aquel otro maíz amarillo o violeta igual a las carúnculas cuando, enfurecido o pleno de un aura erótica, no lo supe jamás carraspeó persiguiendo invisibles sucesos posados en su infinito cerebro azul, a veces lívido, de moribundo. Es Narciso, Caramelo, es Narciso. Si uno lo ve de fondo, así debió haber sido el niño aquel, al lado de la fuente: desafiantemente pasivo, imbécil, dale que dale con su espejo de amor que, al fin y al cabo, se termina en él mismo. Guadalupe Amor colgó”.

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