Boris Berenzon Gorn.
La educación es un acto de amor;
por tanto, un acto de valor.
Paulo Freire
¿Le preocupa la educación de usted y de sus hijos? No hace falta ser muy astuto para reconocer cómo el neoliberalismo destrozó, en las últimas décadas, el derecho a la educación. Como el resto de los derechos económicos, sociales y culturales, este fue blanco de una afrenta que se encargó de modificar —con su ideología y su práctica cotidiana para satisfacer a los mercados— todas las áreas de nuestras vidas y las obligaciones que supuestamente debía cubrir el Estado. La pandemia de COVID-19 llegó a hacer destrozos en un territorio de por sí dañado que privilegiaba la generación de piezas para una enorme maquinaria comercial en vez de la formación integral de individuos libres y conscientes éticamente. Frente a este panorama, ¿cómo lograremos rescatar los procesos educativos de dos fenómenos que los han dañado de raíz? La pandemia evidenció las faltas y las hizo causa de terribles ansiedades ante la incertidumbre que se hace cada vez más notoria.
Como en muchos otros temas, el nuevo coronavirus llegó a acentuar nuestras carencias y a recordar los problemas sin resolver que habíamos guardado debajo de la alfombra esperando que, con no verlos, desaparecieran. Como siempre, el polvo superó al escondite y apareció más añejo y más doloroso. La realidad es que ahí han estado siempre, como una bomba de tiempo dispuesta a explotarnos en las narices ante el más sutil de los movimientos. La gran deuda en materia de educación es una de estas carencias, pues, como lo muestra la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), desde antes que apareciera esta crisis mundial la región latinoamericana estaba debilitándose aún más en materia social gracias a los altos índices de pobreza.
América Latina es la región más desigual del mundo. Caracterizados por sus amplias brechas entre la opulencia y los históricamente “olvidados”, nuestros países establecieron la tendencia de marginar incluso más, frente a la crisis, a las personas que ya se encontraban lejos de las condiciones dignas de vida. Este fenómeno se hace patente en la educación tanto formal como informal, pues, según muestra la UNESCO, las grietas en el acceso a este derecho están ampliándose gracias a la emergencia. Esto podría llevarnos a un “desastre generacional” con desigualdades incluso más amplias de las que ya se viven. De mano de la educación también se hicieron a un lado la enseñanza y la transmisión de valores. Ejemplo de lo anterior fue la eliminación de la Filosofía en todos los espacios que se pudo. La meta era clara: prohibido pensar. El mundo se volcó ante una promesa de un devenir ligero imaginario, ligth, frente a las profundidades a las que denostaron como intensidad. Lo cierto es que toda la existencia humana es atravesada por los valores universales y la “ética” del deseo, que no es más que la consecuencia vital.
Pero el derecho humano a la educación no es un asunto unidimensional; hay muchos factores que determinan si este se cumple o no. La educación, desde esta perspectiva, debe ser asequible, accesible, aceptable y adaptable. La asequibilidad se refiere a la disponibilidad de recursos materiales, pero también a la presencia (decentemente remunerada) de docentes que respondan a las necesidades de los alumnos. La accesibilidad implica que todas las personas puedan tomar parte en la educación sin ser discriminadas ni con instalaciones poco aptas ni con discursos de odio introducidos con calzador entre las clases. Por su parte, la aceptabilidad señala que los contenidos y formas de la educación sean adecuados, diversos y que respondan al contexto de los alumnos. Finalmente, la adaptabilidad implica que la educación responda a las condiciones sociales específicas de cada grupo.
Una educación desde esta perspectiva no está hecha para formar engranes perfectos de una fábrica sino para acompañar a los alumnos en el proceso de convertirse en seres humanos conscientes, que se cuestionan el mundo donde viven y que son capaces de crear e idear nuevos mañanas. Esta educación necesita de una visión de derechos humanos, pero también de una visión ética que se cuestione no solo el quehacer individual sino los efectos que nuestras acciones como grupos, como sociedades y como especie tienen en el mundo que habitamos.
Como dice Stefania Gianni, directora general adjunta de Educación de la UNESCO, “la pandemia nos ha enseñado que la educación debe servir a una visión ética y no solo económica”. Y es que si hoy —como nunca— necesitamos apelar a la educación, no es porque deseemos perpetuar un sistema que no hace más que dañar todo lo que toca, sino porque la humanidad necesita que las mujeres y los hombres del mañana sean capaces de enfrentar el mundo que les tocará desde una perspectiva integral, respetuosa de la naturaleza, de sus congéneres y de los recursos de los que dispondrán las generaciones futuras.
Gianni señala algo que pocos han querido ver en esta crisis: la educación y la salud no son derechos opuestos; por el contrario, se complementan y tienen la misma prioridad. Por su puesto que con ello no dice que haya que volver a las escuelas a costa de la salud, sino que es necesario que los sistemas sean lo suficientemente adaptables para no dejar de lado a nadie. Y, más allá de ello, que es necesario que tanto las medidas de salud como las de educación nos preparen para salir de esta crisis, pero también para construir el mundo del mañana si es que queremos verlo llegar. Sin duda, una oportunidad para ver hacia dónde se encaminan los valores del poder y el capital será el próximo Foro de Davos, que —a mi juicio— será el gran punto de inflexión de nuestro tiempo. Esperemos expectantes y escépticos.
Manchamanteles
Es la época de lo efímero, y todo da cuenta de ello. Lo que hoy es noticia mañana dejará de serlo en cuanto aparezca una luz más brillante o un alarido más escandaloso. Responder a los estímulos instantáneos nos convierte cada vez más en seres incapaces de establecer correlaciones y seguir la lógica causa-efecto. Experimentamos las crisis del hoy como si fueran hechos aislados y no las miramos como el resultado de una cadena de fenómenos que se han aglutinado como una bola de nieve que forma una avalancha. El mundo pasa tiempos difíciles, pero pocos miran hacia las raíces del desastre. ¿Dejaremos de mirarnos los ombligos para empezar a atender las razones de nuestro infortunio? ¿Valdrá más un infierno efímero —dado nuestro agotamiento— que un paraíso discutido?
Narciso el obsceno
El narcisista cree que cuanto más agresivo es, más fortaleza muestra. Los puñetazos en la pared son, para él, señal irrefutable de una autoridad moral, o de cualquier índole, que (¡lo sentimos, Narciso!) solo existe en su imaginación.