Boris Berenzon Gorn.
La pandemia de COVID-19, además de traernos problemas nuevos, parece estar revelando y multiplicando muchos otros que teníamos atrasados. Dicen que en esta época la confianza en la ciencia y el respeto al lugar que le corresponde en la elaboración de políticas públicas ha llegado a uno de sus máximos. Sin embargo, esta perspectiva idealista no puede oscurecer el hecho de que aún existe una gran parte de la población sumida en el descrédito del saber, y no precisamente por falta de acceso a la educación. Con todo y universidades y posgrados, con todo y dinero heredado por generaciones enteras de arcas onerosas, hay mucha gente que incluso hoy niega principios básicos de la ciencia, gracias a los cuales el mundo funciona tal como lo conocemos.
Dice el historiador Yuval Noah Harari que la pandemia de COVID-19 ha llegado en un momento en que la humanidad se encuentra más preparada para enfrentarla. Cosas tan sencillas como tener al alcance jabón o gel de alcohol hacen una diferencia enorme, aunque no la podamos reconocer por no tener, por experiencia propia, punto de comparación. El autor de Sapiens también resalta la ventaja de saber específicamente contra qué estamos combatiendo, ser capaces de detectarlo y de conocer sus formas de transmisión, aunque estas, en un inicio, no hayan estado lo suficientemente detalladas, lo que causó cierta confusión.
Entiendo y comparto su entusiasmo, pero reconozco también que los obstáculos a los que hoy nos enfrentamos —igualmente, propios de la época— tienen alcances que no habíamos visto antes. Me refiero, por un lado, a la desinformación, y —por otro— al pensamiento mágico que hoy puede difundirse en unos cuantos segundos, lo que nos vacuna frente a cualquier adelanto que pueda haber hecho la ciencia. Ambos problemas se presentan comúnmente mezclados, indistinguibles y con efectos parecidos, como un síntoma social de nuestra época que lucha frente al saber hegemónico aunque se pierda en su propio laberinto cognitivo.
La información corre en todas direcciones, pero es difícil no tener a veces la sensación de que lo hace más rápido, y con mayor eficiencia, su contraparte: la desinformación. Y es que la pandemia nos reveló que por mucho que estemos en la era de la “democratización del conocimiento”, la realidad es que una gran parte de nosotros prefiere ignorar las fuentes confiables, ignorar la propia ciencia y su dialéctica espacio-temporal, para repetir un rumor que dijo algún vecino, carente de sustento. O, peor aún, que nuestro entendimiento de las “fuentes confiables” es tan disímil que, para muchos, estar informado significa escuchar declaraciones aberrantes de Trump o de cualquiera de esas personas de la farándula que hoy vuelven a la fama proclamándose “antiencierro”, “antivacunas” o “antimascarillas”.
Mientras unos luchan por difundir lo mucho que mejoraría la situación si todas las personas usaran cubrebocas, otros se esfuerzan por asegurar, sin ningún sustento científico, que estas causan una serie de afecciones al individuo que no se explican sino por la gran capacidad imaginativa de sus inventores. Están los que creen que la mascarilla les quita libertad, los que se imaginan que dejarán de recibir oxígeno al usarla y los que simplemente se piensan demasiado superiores para ocultar su bello rostro detrás de un trozo de tela que hasta un niño de tres años es capaz de utilizar sin rezongar tanto.
Y ni se nos ocurra pedirles a estos últimos que, si no van a usar mascarilla, por lo menos mantengan su distancia. Es entonces cuando el empoderamiento que les confiere el pensamiento mágico se enciende y sale con toda su furia. Y es que, para una persona que es incapaz de respetar leyes de urbanidad básicas, como usar un cubrebocas a la mitad de una pandemia, que no cree en la Física ni en la Biología ni en la Medicina ni en ningún dios más que en el suyo, ¿por qué sería importante respetar, ya no digamos la sana distancia, sino el espacio vital de otro individuo?
Luis Villoro —en su ya clásico y fundamental libro Creer, saber, conocer (1982)— hace una crítica desde la ética a los saberes añejos y a las creencias prejuiciadas, las cuales él demuestra que evitan que pensemos. Hoy hay quien que cree que las normas éticas (que no morales) que hacen a la sociedad están hechas para unos, y no, para otros que son superiores, dentro de los cuales suele incluirse el propio sujeto. Este supuesto llega a su punto más peligroso cuando hay ideologías enteras y líderes de opinión que lo respaldan. Es entonces cuando esos sujetos se enfervorizan y creen que realmente tienen derecho a transgredir a los otros solo porque así lo dicen sus apóstoles de moda Donald Trump, Miguel Bosé o el hechicero en turno.
La ciencia nos ha ayudado a que el impacto de la pandemia sea menor de lo que podría haber sido, pero eso no nos puede hacer demeritar la fuerza de los personajes y las masas que se oponen a ella. Escudarse en el pensamiento mágico (sea este de la filiación que sea) no hace sus acciones menos dañinas. Un ser humano incapaz de seguir las medidas emergentes
de protección y respeto al otro, en medio de una crisis mundial, es alguien a quien no le está importando dañar al otro, y no importa el pretexto que tenga, su comportamiento es dañino.
Y no, no es el Estado el que debería hacernos seguir las normas con el uso de la fuerza. Nuestros cerebros están lo suficientemente desarrollados como para seguirlas sin la necesidad de que nos apunte un cañón, como en muchas partes del mundo.
Manchamanteles
Dice Jean Baudrillard que el consumo es el rasgo esencial de nuestras sociedades, la respuesta que tenemos a todos los estímulos. Aunque nos gustaría pensar que esta tesis se limita a iPhones y otros objetos materiales, la realidad es que alcanza también a nuestros cuerpos. Las normas del consumo están también en la forma como interactuamos con nosotros mismos y con las otras personas. ¿Habrá salida de esta encrucijada? Quizás, como en las adicciones, el primer paso sea aceptar el gran bache en que estamos atascados.
Narciso el obsceno
“—Usted, ¿qué religión practica?
—Yo… el catolicismo. ¿Y usted?
—Yo nací en la comunidad judía, pero ahora practico el narcisismo”.
Sid Waterman en Scoop (Woody Allen, 2006).