El Papa Francisco y su populismo “gay-friendly”

Carlos Arturo Baños Lemoine / Ciudadano Cero

Carlos Arturo Baños Lemoine.

Cuando, tras la renuncia de Benedicto XVI, el Cónclave designó al argentino Jorge Bergoglio como Pontífice Máximo de la Iglesia Católica (13 de marzo de 2013), de inmediato supe que la Iglesia Católica había cometido un terrible error. Sí, incluso las grandes instituciones se equivocan.

Jorge Bergoglio, hoy Papa Francisco, es uno de los más recientes errores de esa institución milenaria llamada Iglesia Católica Apostólica Romana.

Aclaro una cosa: soy un pensador agnóstico y anticlerical. Estoy convencido de que los seres humanos no necesitan de fantasmagoría alguna para orientar sus vidas. Para mí, toda religión es un error evitable. Para mí, basta la razón para orientar nuestros pasos y para darle sentido a nuestra existencia.

Pero la verdad es que le debo mucho a la Iglesia Católica. Esta institución contribuyó, de forma decisiva, a la formación de mi intelecto y de mi carácter. A la Iglesia Católica le debo una sólida formación filosófica así como la forja de un carácter estoico.

Entre las personas más interesantes que he conocido a lo largo de mi vida, se encuentran varios sacerdotes católicos. Por ello, me siento obligado a criticar con aspereza las más recientes declaraciones del Papa Francisco con respecto al fenómeno homosexual.

En lo personal, como liberal que soy, estoy convencido de que cada persona puede hacer con su cuerpo lo que le dé su rechingada gana una vez que goza de la capacidad jurídica de goce y de ejercicio.

Si un varón adulto desea tener sexo con otro varón adulto, o una mujer adulta desea tenerlo con otra mujer adulta… ¡muy su gusto y muy su problema!

Eso está bien para cualquier filosofía que crea en la libertad y la responsabilidad intrínsecas de todos los seres humanos, como el liberalismo.

Pero atención: tratándose de la Iglesia Católica, fenómenos como la homosexualidad deben ser muy matizados, porque la Iglesia Católica tiene dos mil años de existencia y, a lo largo de estos dos mil años, ha fraguado un dogma y una moral. Por ello, ningún Papa, por muy Papa que sea, debe permitirse externar opiniones individuales y subjetivas con respecto a los temas de dogma y moral que ya han sido abordados y definidos por el Magisterio de la Iglesia Católica.

Aquí vienen a mi memoria varios sacerdotes de la Iglesia Católica, de los cuales mucho aprendí: Monseñor Guillermo Schulenburg, el último Abad de la Basílica de Guadalupe, un auténtico “Príncipe de la Iglesia”; el Obispo Auxiliar José Pablo Rovalo Azcué; y el Canónigo Catedralicio José Álvarez Barrón.

De todos ellos siempre escuché una gran lección: el Papa, como máxima autoridad de la Iglesia Católica, sólo debe hablar a nombre de la Iglesia y sólo debe predicar lo que el Magisterio de la Iglesia ha definido como el dogma y la moral de la Iglesia Católica; y si el Papa cree que la Iglesia debe pronunciarse oficialmente en torno a algunos temas de doctrina, debe convocar a un Concilio, para que sea la comunidad de obispos la que decida, de forma colegiada, el punto en cuestión.

La colegialidad episcopal es fundamental en la Iglesia Católica. Dentro de la comunidad de obispos, el Papa es primus inter pares; aunque no faltará quien, dentro del propio mundo católico, sostenga que, en virtud del dogma de la “infalibilidad papal”, el Papa se halla asistido de una “especial asistencia de Dios” cuando define ex chatedra una determinada doctrina sobre la fe o la moral católicas, por lo que la colegialidad episcopal quedaría disminuida (incluso anulada).

Éste ha sido un tema muy discutido dentro de la catolicidad, sobre todo tras el Concilio Vaticano I (1869-1870), en el cual se estableció el dogma de la “infalibilidad papal”. Varios especialistas, entre obispos y teólogos, han considerado que este dogma no sólo pone en riesgo la colegialidad episcopal, sino que podría convertir al Romano Pontífice en un autócrata del dogma y de la moral del catolicismo.

El contrapeso a tal circunstancia lo puso el propio Concilio Vaticano I al introducir la idea de que la “infalibilidad papal” no debía entenderse como “inerrabilidad​ del Papa” y, así, se sostuvo la idea de que el Papa sólo es infalible cuando habla ex chatedra, pero que puede equivocarse cuando da su opinión personal sobre algún asunto particular. Y, claro, lo deseable es que el Papa no se ponga a opinar de forma personal ni subjetiva sobre asuntos espinosos que involucran a toda la catolicidad.

Esta diferenciación ha resultado más que pertinente, sobre todo cuando vemos casos como el del deslenguado argentino Jorge Bergoglio al referirse al tema de la homosexualidad.

Como ya sabemos, a media semana trascendió un fragmento del documental Francesco, que recoge las siguientes palabras del Papa: “La gente homosexual tiene derecho a estar en una familia. Son hijos de Dios y tienen derecho a una familia. Nadie debería ser expulsado o sentirse miserable por ello (…). Lo que tenemos que crear es una ley de unión civil. De esa manera están cubiertos legalmente. Yo defendí eso”.

Esta declaración enfrentó a la comunidad de los creyentes católicos, y no fue porque el Papa expresara la postura oficial de la Iglesia Católica con respecto a los homosexuales: son hijos de Dios y merecen ser amados en el seno de la Iglesia, aunque sus inclinaciones o prácticas sexuales contravengan los “mandamientos de Dios” y la moral católica.

Para la Iglesia Católica, la homosexualidad es una práctica contra natura y, por ello, viola los preceptos milenarios del catolicismo en la materia de moralidad. Pero la Iglesia condena la práctica de la homosexualidad, no a las personas homosexuales: éstas merecen amor, comprensión y respeto, como cualquier persona, toda vez que sigue sin saberse cuál es el origen de esa condición.

¡Pero mucha atención! Al César lo que es del César: no le corresponde al Papa pronunciarse en torno a las normas de orden público, laico y secular relativas a la homosexualidad: “Lo que tenemos que crear es una ley de unión civil. De esa manera están cubiertos legalmente”. Menos debe hacerlo si las medidas del poder civil contravienen “los mandatos de su Dios”.

¿Tenemos? ¿Tenemos quiénes y por qué? En esto radica el error del Papa Francisco. Zapatero a tus zapatos.

En su autonomía y soberanía, son los poderes públicos los que deben abordar ese asunto… ¡no el Papa! Menos aún si el mismo Papa se coloca en calidad de proponente y promovente: “Lo que tenemos que crear (…)”.

El Papa parece no darse cuenta, además, de que con sus declaraciones irresponsables está validando, en el orden civil (que no le corresponde), una norma que resulta improcedente en el orden eclesiástico (que sí le corresponde).

Cualquier podría preguntarle al Papa, con ganas de joderlo: “¿Por qué, entonces, no valida usted el matrimonio homosexual al interior de la Iglesia Católica?”.

En torno a muchos temas polémicos, a Jorge Bergoglio lo viene afectando ese bicho político muy común en millones de argentinos: el peronismo, esa actitud política que, entre otras cosas, consiste en incrementar la propia popularidad personal dándole gusto a las masas, asumiendo como propias las opiniones dominantes dentro de tales masas.

No olvidemos que la religión, como fenómeno de masas, requiere de mucha demagogia y de bastante populismo. Por ello, el Papa Francisco, como buen argentino peronista, no pierde oportunidad para ganarse el aplauso fácil de las masas con declaraciones y posturas demagógicas. El asunto es no perder el negocio. El asunto es fortalecer a la empresa transnacional más grande de la historia de la humanidad: la Iglesia Católica.

¿Hay que pedir perdón por la Conquista de América? Pues se pide perdón y ya (Bolivia, 2015), porque el negocio lo vale.

¿Hay que pedir perdón por lo curas pederastas? Pues se pide perdón y ya (El Vaticano, 2018), porque el negocio lo vale.

¿Hay que condenar al neoliberalismo? Pues se escribe la Encíclica “Fratelli Tutti” y ya (El Vaticano, 2020), porque el negocio lo vale.

¿Hay que darle por su lugar al lobby gay para demostrar que la Iglesia es “progre” y gay-friendly? Pues se habla a favor de las uniones civiles y ya (El Vaticano, 2020), porque el negocio lo vale.

El asunto es que no se les vaya la clientela, sobre todo en tiempos de mucha competencia. Las religiones están obligadas a “flexibilizarse”.

Desde el Concilio Vaticano II, la consiga de la Iglesia Católica es muy clara: renovarse o perder clientela (perder dinero, perder poder)… ¿hasta qué grado?

Dos mil años de historia se dice fácil. Y lo cierto es que, con tal de mantener su inmenso poder, la Iglesia Católica se ha adaptado a lo que ha sido necesario a lo largo de su historia.

¿Cuánto tiempo faltará para que la Basílica de San Pedro se ilumine con los colores del arcoíris y el Papa Francisco eleve a los altares al primer santo gay?

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Este artículo de análisis, crítica y opinión es de autoría exclusiva de Carlos Arturo Baños Lemoine. Se escribe y publica al amparo de los artículos 6º y 7º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Cualquier inconformidad canalícese a través de las autoridades jurisdiccionales correspondientes.

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