Rubén Cortés.
Las manos cortadas al Che Guevara. Metáfora del destino para el cadáver de quien en su libro Ernesto: Memorias del Che Guevara en Sierra Maestra, escribió: “Aquí, en la selva cubana, vivo y sediento de sangre”.
Porque, después de rendirse en combate y ser asesinado, la orden del general Ovando, jefe del Ejército de Bolivia, fue cortarle la cabeza y las manos para obtener una identificación absoluta del cuerpo.
El agente cubano de la CIA, Félix Rodríguez, lo convenció de que con las manos bastaba.
—Ustedes van a quedar a los ojos del mundo como una tribu de salvajes si le arrancan la cabeza, general.
Ovando le hizo caso y ordenó al doctor Abraham, otro militar boliviano, amputar las manos del cuerpo.
Fue un capítulo más de las manos que en abril de 1967 habían escrito el célebre Mensaje a la Tricontinental de Uruguay:
“El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.
Un capítulo, pero no el último. El 26 de julio de 1970 delante de un millón de personas en la Plaza de la Revolución de La Habana, Fidel Castro informó que le habían hecho llegar las manos amputadas al Che Guevara.
El entonces ministro del Interior de Bolivia, Antonio Arguedas, se las había mandado junto con una copia del diario de campaña y la mascarilla mortuoria del comunista argentino de nacionalidad cubana, que había sido ultimado en una escuelita de La Higuera.
Arguedas recibió el encargo de deshacerse de las manos, pero las guardó debajo de su cama. Agente de la CIA, simpatizante de Fidel y Allende, narcotraficante en Bolivia, Arguedas murió en febrero del 2000, a los 72 años: una bomba le reventó la barriga.
—¿Debemos enterrarlas (las manos) o conservarlas? —preguntó Fidel Castro al millón de personas reunidas en la plaza.
—¡Conservarlas, conservarlas!
Estuvieron conservadas hasta que el 17 de octubre de 1997 fueron inhumadas en la provincia cubana de Las Villas, junto con los huesos de Guevara, que había sido trasladados desde el cementerio clandestino de Vallegrande, en Bolivia.
Allí los había sepultado el 9 de octubre de 1967, a las 2:45 de la madrugada otro cubano agente de la CIA, Gustavo Villoldo.
Los restos reposan en un mausoleo rodeado de hermosas palmeras, recortadas contra un cielo bajo, límpido y azul, de blanquísimas nubes. Un entorno diferente del que le gustaba al Che Guevara.
“Fue muy divertido, con todas aquellas bombas, discursos y otras distracciones que rompían la monotonía en la que estaba viviendo”, escribió a su madre desde Guatemala en 1954.
Pero hoy descansa en pleno aburrimiento.
(Canela Fina toma un descanso y vuelve a publicarse el lunes 26 de octubre)