Carlos Arturo Baños Lemoine.
A lo largo de las más recientes semanas, hemos visto al Presidente Andrés Manuel López Obrador muy interesado en desmarcarse del mote de “comunista” que se le endilga cada vez con más frecuencia. Incluso ha tenido que recurrir a ideas y frases del Papa Francisco para lavarse la cara y justificar sus políticas comunistoides y populistas.
“El Papa dice que ayudar a los pobres no es comunismo”, dijo López Obrador a finales de agosto. Y ha repetido esta idea en otras ocasiones. Son tan débiles los argumentos de López Obrador, que éste ha necesitado apelar a la figura del Papa Francisco para deslindarse del “comunismo”.
Sacando al Papa Francisco de contexto, López Obrador pretende justificar sus programas de limosnas clientelares, que sólo están fomentando el parasitismo de mucha gente. Desde su perspectiva, sólo de trata de “ayuda a los pobres”, pero no de “comunismo”.
Perezoso mental, como es, el Presidente ni siquiera se ha tomado la molestia de revisar a fondo los principios de la Doctrina Social Cristiana, específicamente el principio de subsidiariedad. Por eso no se ha percatado de que la ayuda social, para ser eficaz, no debe generar vínculos permanentes ni prolongados de dependencia, porque entonces la “gente necesitada” nunca dejará de serlo.
Pero esto a AMLO no le importaría, porque su estrategia consiste precisamente en generar dependencias económicas (parasitismo social) que se traduzcan en votos; en votos que resultan fundamentales, obvio, para permanecer en el gobierno. Y sí, ya sabemos que, a la larga, con esta fórmula la sociedad se hunde en la pobreza, el atraso y la dictadura, tal como ha pasado en la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.
Pero más allá de la apelación tramposa a las palabras del Papa, quien también tiene su parte de demagogia, la pregunta que todo el mundo se sigue haciendo es si Andrés Manuel López Obrador es comunista o no.
Y la respuesta es sencilla: claro que López Obrador es comunista, sin lugar a dudas. Y ahora va la fundamentación de esta respuesta.
En primer lugar, no hay que caer en el error de pensar que todo comunismo debe tomar las formas políticas y económicas que adoptaron la Unión Soviética, la China maoísta, la Camboya de Pol Pot, la Corea de Kim Il-sung o la Cuba castrista.
Estas formas grotescas de gobiernos totalitarios, con toda su carga de estatismo económico, de partido único, de dogma político, de Estado policíaco (policía política), de simbología estatal (la hoz y el martillo), de proscripción de la oposición política, de prohibición de la pluralidad ideológica, de adoctrinamiento escolarizado, de negación de facto de las libertades civiles, de ateísmo oficial y hasta de uniformidad social (con sus excepciones cupulares), sólo guardan relación con la primera generación de regímenes comunistas.
Pero el comunismo fue tomando nuevas formas a lo largo del siglo XX, sobre todo después de que, tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), poco a poco el mundo entero se fue enterando de las atrocidades del comunismo real.
Fue entonces que el comunismo, en su afán de permanecer y expandirse, fue adoptando nuevas formas; formas que lo hicieran más “aceptable y respetable”: Stalin y Mao resultaban demasiado monstruosos cuando se les veía sin máscaras y sin maquillaje, mientras que la socialdemocracia (de Eduard Bernstein en adelante) lucía radiante al tratar de combinar, siempre con desiguales resultados, las libertades capitalistas con las seguridades comunistas.
El Estado de Bienestar (Welfare State) fue la estrella de la postguerra, porque combinaba la iniciativa privada con los “derechos sociales”.
En este contexto, y sobre todo en Europa Occidental y en los Estados Unidos de América, resultaba inadecuado y hasta contraproducente pretender colgar cuadros de Stalin o de Mao (y aun así, hubo quien lo hizo).
Surgió con fuerza, entonces, el famoso eurocomunismo: un comunismo hecho para países con fuerte carga capitalista y liberal, que difícilmente se dejarían seducir por los regímenes totalitarios de la Europa del Este, capitaneados por la Unión Soviética.
Aunque el eurocomunismo se oficializó en 1977, a partir de la famosa reunión entre Enrico Berlinguer (comunismo italiano), Santiago Carrillo (comunismo español) y Georges Marchais (comunismo francés), ya había echado raíces a partir de las guerras de liberación de Asia y África, los movimientos estudiantiles de 1968, la revolución sexual, el movimiento hippie, la Guerra de Vietnam, el movimiento de la negritud, etc.
El eurocomunismo se fue colgando varias banderas políticas que rebasaban lo estrictamente económico, sin dejar de suponerlo. Hábilmente fue sumando causas como: medio ambiente, desarme nuclear, descolonización, tercermundismo, antirracismo, feminismo, diversidad sexual, indigenismo, etc.
El eurocomunismo e ideologías sucedáneas terminaron configurando un arcoíris de causas que hoy en día dan sostén ideológico y político a eso que se ha dado en llamar subalternidad: la cosa era hallar, en todos los aspectos de la vida, asimetrías sociales y desigualdades objetivas que, mañosamente, son interpretadas como “injusticias”: “injusticias” a las cuales hay que responder con medidas “igualitaristas” sustentadas en la acción omnipresente de la burocracia estatal.
A partir del surgimiento del eurocomunsimo, otras corrientes políticas comenzaron a buscar la forma de aplicar el comunismo de forma enmascarada, de forma tramposa, de forma indirecta, de forma mañosa… ¡pero comunismo al fin y al cabo!
Era importante que no se llegara a reproducir las formas abiertamente totalitarias del comunismo (tipo Stalin, Mao y Castro), pero también era importante ampliar lo más posible los “derechos sociales” (socialismo encubierto), y ahogar lo más posible las “libertades burguesas” (derechos civiles), comenzando por el derecho a la propiedad privada. Y todo esto hacerlo de forma paulatina, poco a poco, para que no cause mayor escándalo en el espacio político.
Para cualquier observador medianamente avezado, queda claro que, desde finales del siglo XX, el comunismo ha venido tomando formas “light”, a objeto de que incluso no se les llame “comunistas”.
América Latina es un buen ejemplo de ello: salvo el rancio militar Hugo Chávez, quien básicamente todavía quiso aplicar en Venezuela el comunismo de la vieja escuela, todos los gobernantes latinoamericanos “de izquierda” de las últimas dos décadas, han descafeinado el discurso y la simbología “roja” a objeto de no causar mayor desconfianza.
Ahí están, como ejemplos: Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, en Chile; Luiz Inácio “Lula” da Silva y Dilma Rousseff, en Brasil; los Kirchner y Alberto Fernández, en Argentina; Tabaré Vázquez y José Mujica, en Uruguay; Evo Morales, en Bolivia; Daniel Ortega, en Nicaragua; Rafael Correa, en Ecuador; Manuel Zelaya, en Honduras; Ollanta Humala, en Perú; y, por supuesto, Andrés Manuel López Obrador, en México.
A diferencia del viejo comunismo, que tomaba “el cielo por asalto” (revoluciones armadas), el neocomunismo gana elecciones a través de movimientos de masas famélicas y resentidas.
A diferencia del viejo comunismo, que estatizaba la economía y expropiaba a tontas y a locas, el neocomunismo permite incluso la operación del gran empresariado, pero lo ahoga con cargas tributarias y terrorismo fiscal, justo para extraerle ingentes sumas de dinero que, en su momento, serán canalizadas a programas gubernamentales limosneros que generarán masas parasitarias y dependientes, las cuales se convertirán en una constante base electoral.
A diferencia del viejo comunismo, que veía en la religión “el opio del pueblo”, el neocomunismo incluso se apoya en la religión usándola como capital simbólico para la “causa revolucionaria”; causa que incluso adoptará otros nombres: “cambio”, “transformación”, “renacimiento”, “renovación”, etc. Por ello, han pululado ideologías como la Teología de la Liberación, donde Jesús pasar por ser un hippie revolucionario, y donde los sacerdotes se meten de comunistas y los comunistas de sacerdotes, dentro o fuera del púlpito.
A diferencia del viejo comunismo, que controlaba con mano férrea los medios y los contenidos periodísticos, el neocomunismo no ha necesitado estatizar a los medios masivos de comunicación ni al periodismo. Lo que hace es: a) colocar a fieles pigmeos en los puestos claves del aparato de comunicación del Estado (medios “públicos”); b) meter a sus voceros y vocingleros, aunque sea como comentaristas, en las grandes cadenas de comunicación privada; c) eliminar o reducir drásticamente la publicidad gubernamental para los medios privados, a objeto de dictarles la línea editorial o de desaparecerlos por inanición; d) tomar todos los días los medios de comunicación (públicos y privados) como púlpito para la propaganda y el adoctrinamiento; y e) fingir respeto a la libertad de expresión pero, al mismo tiempo, crear un ambiente de represión, persecución y terror en contra de las expresiones disidentes y críticas.
A diferencia del viejo comunismo, que atentaba contra la propiedad privada con expropiaciones a diestra y siniestra, el neocomunismo acota y ahoga la propiedad privada con medidas “de interés público”. Un ejemplo muy claro al respecto lo vemos en el sector de la vivienda: la aplicación de la política de “rentas congeladas”, fuertes impuestos al arrendamiento inmobiliario, protección “legal” de inquilinos morosos o desobligados, y ausencia o negligencia de la acción judicial contra los invasores de propiedades inmobiliarias (movimiento de los “okupas”).
A diferencia del viejo comunismo, que estatizaba toda la educación, el neocomunismo incluso permite la operación de escuelas privadas, pero se cuida de que los planes y programas de estudio reproduzcan la monserga ideológica que le conviene al gobierno, de tal forma que toda “certificación oficial” se constituye también en un aval ideológico. Por ello, en las universidades públicas pulula el adoctrinamiento en: marxismo, keynesianismo, teoría de la dependencia, giro decolonial, teología de la liberación, feminismo, ideología LGBT, indigenismo, etc.
A diferencia del viejo comunismo, que se la pasaba dando de ladridos contra el “imperalismo yanqui”, el neocomunismo incluso se sienta a la mesa con el gobierno gringo para pedir mejor trato a los migrantes, solicitar inversiones, renegociar deudas, firmar tratados de libre comercio y comer hamburguesas.
Dicho todo lo anterior, nos debe quedar claro, pues, que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador es un gobierno comunista, más específicamente: es un gobierno neocomunista.
Por supuesto que al Presidente no le conviene que lo desnudemos de esta manera. Por eso, no pierde ocasión para decir: “Yo no soy comunista, sólo un defensor de los pobres y los humildes”.
Pero nosotros sabemos observar y analizar las cosas de modo crítico y profundo, para no quedarnos en los análisis superficiales. Y a las cosas se les llama por su nombre: “López Obrador, eres un tramposo comunista”.
“Te conozco bacalao, aunque vengas disfrazao”, diría el genial maestro Héctor Lavoe.
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Este artículo de análisis, crítica y opinión es de autoría exclusiva de Carlos Arturo Baños Lemoine. Se escribe y publica al amparo de los artículos 6º y 7º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Cualquier inconformidad canalícese a través de las autoridades jurisdiccionales correspondientes.