Miguel Ángel Sánchez de Armas.
He recuperado un texto extraordinario que arroja luz sobre una de las congregaciones literarias más fascinantes de nuestra República literaria. Se trata de la carta que a mediados de 1928 Xavier Villaurrutia dirigió al adolescente Edmundo Valadés.
Noventa y dos años después las reflexiones del poeta no han perdido vigencia, como si al dirigirse a un atribulado muchacho en busca de sí mismo, aquel pope de Los Contemporáneos hubiese expedido un manifiesto que nos recuerda la correspondencia de Rainier María Rilke con Franz Xaver Kappuz.
Hay en los pliegos de estos poetas una llama idéntica cuando se dirigen a sus discípulos. Son como sermones desde la montaña de Calíope.
Lo mismo que Franz Xaver a Rilke, Edmundo le dirige a Villaurrutia una tímida espístola, que tristemente no sobrevivió, en donde se pregunta cómo saber si es poeta. Reclama al bardo orientación desde la bóveda de Los Conteporáneos.
Me honra compartir con mis lectores un extracto de la respuesta del autor de Nocturno al joven escritor en ciernes, pareciera que en el espíritu de una de sus estrofas: Todo lo que el silencio / hace huir de las cosas: / el vaho del deseo, / el sudor de la tierra, / la fragancia sin nombre / de la piel.
«El grupo en el que usted me cuenta y en el que yo mismo me incluyo se formó casi involuntariamente, por afinidades secretas y por diferencias más que por semejanzas. “Grupo sin grupo” le llamé la primera vez que comprendí que nuestras complicidades privadas, nuestras desemejanzas corteses, nuestras intenciones, diversas en el recorrido pero unidas en el objeto de nuestra ambición, tenían que trascender al público, como sucedió en efecto. “Grupo de soledades” se le ha llamado después, pensando en lo mismo. Un grupo que no lo es. Unas soledades que se juntan.
«¿Qué es lo que ata a estas soledades? ¿Qué es lo que agrupa un momento a unos cuantos seres para separarlos enseguida? Desde luego la semejanza de nuestras edades, de nuestros gustos más generales, de nuestra cultura preservada en momentos en que nadie cree necesitarla para nutrir sus íntimas vetas. Además, nuestro deseo tácito de no hacer trampas, de apresurarnos lentamente, de no caer en el éxito fácil, de no cambiar nuestra personal inquietud por un plato de comodidades, de falsa autoridad, de auténtica fortuna.
«La actitud crítica es lo que aparta a nuestro grupo de los grupos vecinos. Esta actitud preside, como una diosa invisible, nuestras obras, nuestras acciones, nuestras conversaciones y, por si esto fuera poco, nuestros silencios. Esta actitud es la que ha hecho posible que la poesía de nuestro país sea una antes de nosotros y otra ahora, con nosotros. Más interior, más consciente, más difícil ahora, porque se opone a la superficial de los modernistas, a la involuntaria de los románticos, a la fácil de los cancionistas.
«La crítica y la curiosidad han sido nuestros dioscuros: al menos, han sido los míos. Bajo la constelación de estos hijos gemelos de Leda transcurre la vida de mi espíritu. Ya Ulises, la revista que dirigimos Salvador Novo y yo, lo revelaba públicamente: Revista de curiosidad y crítica.
«La curiosidad abre ventanas, establece corrientes de aire, hace volver los ojos hacia perspectivas indefinidas, invita al descubrimiento y a la conquista de increíbles Floridas. La crítica pone orden en el caos, limita, dibuja, precisa, aclara la sed y, si no la sacia, enseña a vivir con ella en el alma.
«¿Tendré que citar de memoria la frase de San Mateo que aprendí en André Gide acerca de la salvación de la vida? “Aquel que quiera salvarla, la perderá –dice el evangelista-, y sólo el que la pierda la hará verdaderamente viva”. Releyendo una página de Chesterton, encuentro algo que es, en esencia, idéntico pero que se acomoda mejor a la crisis del espíritu en que usted parece hallarse: “En las horas críticas, sólo salvará su cabeza el que la haya perdido”.
«¿Ha perdido usted la suya? Mi enhorabuena. Piérdala en los libros y en los autores, en los mares de la reflexión y de la duda, en la pasión del conocimiento, en la fiebre del deseo y en la prueba de fuego de las influencias que, si su cabeza merece salvarse, saldrá de esos mares, buzo de sí misma, verdaderamente viva.
«Otros seres hay que esperan salvarse cerrando los ojos, procurando ignorar todo lo que puede –según ellos- dañarlos. Se diría que no salen a la calle para no mojarse o para no mojar el paraguas de su alma. Vírgenes prudentes, maduran antes de crecer y, a menudo, no crecen. Temen las influencias y ese mismo temor los lleva a caer en las más enrarecidas, en las únicas que no son alimento del espíritu. Odian la curiosidad, la universalidad, la aventura, el viaje del espíritu. Echan raíces antes de tener troncos y ramas que sostener. Hablan de la riqueza de su suelo y de su patrimonio, que pretenden salvar conservándolos.»