La justicia y sus espejismos

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

A la memoria de Nacho Guevara, fotógrafo entre fotógrafos y gran amigo

Aunque todos hablamos de justicia, cada quien tiene conceptos diferentes cada vez que la evocamos. Para algunos, hablar de ella es encumbrar el sistema punitivo según el cual las personas, tras delinquir, se convierten en una especie de “desecho” que la sociedad debería repudiar por el resto de la historia. Para otros, esta idea no es más que una forma de disfrazar la venganza.

Algunos teóricos sociales contemporáneos buscan el final del melodrama que Hollywood concibió con claridad financiera e ideológica, en que un villano sin dimensiones humanas obtiene “su merecido”, lo que reafirma la bondad de los héroes, que todo lo miran desde su imaginario y cómodo pedestal moral, que no ético. Quizás una buena antítesis de lo anterior sea la emblemática película La Naranja Mecánica (1971), donde Stanley Kubrick lleva a la pantalla la novela de Anthony Burgess que forma parte de la llamada literatura distópica británica, cuya tónica es mostrar lo que Keith M. Booker llamó “lo indeseable de la situación más atroz que se pudiese presentar dados ciertos escenarios sociales”.

Pero ¿son estos los ideales de justicia que debería perseguir la democracia? Ambos tienen un defecto irreconciliable con los derechos humanos: que consideran al sujeto de la persecución como cualquier cosa, menos como una persona. Hans Kelsen (1881 1973) ha señalado que “la justicia configura la felicidad social, es la felicidad que el orden social garantiza”. Y añade que “en este sentido Platón identifica justicia con felicidad cuando afirma que sólo el justo es feliz, y desdichado, el injusto”.

Todos hemos escuchado hasta el cansancio la letanía que dice que los derechos humanos “solo protegen a los delincuentes”. ¿Cuántas veces hemos visto a los grandes villanos de los espectáculos mediáticos “salirse con la suya” gracias a una carpeta mal integrada, a una investigación viciada o a confesiones emitidas bajo tortura? El coro se lamenta después de la liberación de estos personajes por la repetida injusticia que significa no mantenerlos tras las rejas. Lo que no saben es que enjuiciarlas a sabiendas de que el proceso en su contra fue violatorio de la dignidad humana sería también una injusticia.

Y es que a la justicia no le dan lo mismo las formas. Para ella, el fin no justifica los medios. O se imparte y administra como es debido o simplemente no existe. Porque la justicia, según se mire, tiende a los absolutos. A veces se tiñe de blanco o del negro más oscuro. O impera o simplemente desaparece por completo. No importa si el blanco de la injusticia es un ser humano repudiado por cualquier sociedad, colonia, ciudad, pueblo, barrio o comuna existente o por existir… Esta injusticia pone en peligro los derechos de todos los demás, aunque ellos sí sean considerados “miembros respetables de la sociedad”.

Cuando exigimos que alguien sea enjuiciado bajo un procedimiento que es injusto o que no defiende la dignidad inherente a todas las personas, estamos aceptando la existencia de un sistema que está viciado de origen y que podría utilizar sus artilugios en contra de cualquiera de nosotros porque su mal funcionamiento no operará solo para “los malos”. Si permitimos que la justicia opere llena de vicios, estos podrán revertirse en nuestra contra en cualquier momento, como ya lo hemos visto en multitud de casos a lo largo de la historia.

Por eso, pedir justicia no significa pedir cabezas colgadas en cada una de las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas sino pedir procesos justos, apegados a Derecho, respetuosos del valor inherente a todos los seres humanos por el simple hecho de serlo. Sí: no importa lo mal que nos caiga zutanito o lo perverso que nos parezca menganito, resulta que todos tienen derechos, dignidad y valor simplemente por ser personas. Ese es, por lo menos, el ideal de una democracia que se rige por los derechos humanos.

Esto es tanto como decir que cuando juzgamos la comisión de un delito o de una falta, no estamos juzgando a la persona porque —por mucho que nos gustaría creer lo contrario— no existe aún tribunal en la Tierra capaz de juzgar la totalidad de una persona. Quizá por ello a al escritor José Revueltas (1914- 1976) le gustaba decir que: “su reino no era de este mundo” en su obra Los días terrenales (1949). Así, en una democracia, deberíamos procesar faltas y no a seres humanos completos. Una vez pagadas estas faltas, la sanción debería también dejar de asignarse.

En este mismo sentido, los tribunales extrajudiciales y paralelos que buscan juzgar humanidades enteras por la comisión de una falta, no hacen más que repetir los vicios de los sistemas de justicia que tanto critican. Instalar guillotinas en cada plaza pública no significa justicia, por mucho que la fantasía nos haya hecho creer que sí.

Forma es fondo, particularmente cuando hablamos de justicia. Hay que seguir exigiéndola, no hay duda, pero hay que aprender a diferenciarla de la venganza perversa, aunque tengamos que desprendernos de décadas de educación de los medios masivos de comunicación y —recientemente— de las redes sociales, las cuales muchas veces reproducen el dictatum de las acomodaticias cofradías extendidas de la vela perpetua que magistralmente ironiza Jorge Ibargüengoitia (1928-1983).

El concepto de justicia, al igual que el de existencia, belleza, verdad o lealtad son valores muchas veces desligados de la realidad y puestos en la dinámica espacio temporal de lo idílico. En la historia de nuestra cultura muchas veces los llamados “juicios de valor” se vuelven consignas o conjuras más que elementos jurídicos éticos. La receta mágica de: “a cada quien lo que le corresponde” se aprovecha como apología en cualquier sistema, democrático o aristocrático, capitalista o socialista, ya que la máxima no indica que “lo que le corresponde” es totalmente casuístico.

La justicia es para todos o, simplemente, no existe. ¿Podremos pronto hablar de justicia expedita en nuestro mundo? ¿Tendremos la capacidad vital de transcender los concilios extrajudiciales que solo satisfacen la barbarie contemporánea? Nuestra conciencia nos los reclama.

 

Manchamanteles

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha alertado que muchos de los contagios de COVID-19 estarían produciéndose “por el modo de vida de los emigrantes”. Este tipo de declaraciones son el claro reflejo de que la pandemia, en vez de servir para una mayor cooperación mundial, será utilizada por algunos para seguir dividiendo y alimentando el odio y el racismo. Es cierto que el hacinamiento en que muchas personas en tránsito son orilladas a vivir es completamente opuesto al distanciamiento social necesario para hacerle frente a la pandemia. Pero el hacinamiento no es una cuestión de raza ni de estatus migratorio: miles de personas viven en estas condiciones (¡sí! ¡sorpresa! ¡también en Europa!) sin importar su color de piel. Habría que reformular estos discursos si no queremos que la pandemia sea una herida aún más irreparable en nuestras sociedades.

 

Narciso el obsceno

¿Narcisismo y sexualidad? Ilan Shrira señala en varios estudios que los narcisistas son proclives a tener una tradición de conquistas sexuales de corta duración frente a los seres que aún piensan que el compromiso es el aspecto más importante de una relación. Así, Shrira afirma que: “Los narcisistas tienen un mayor sentido de la sexualidad, pero tienden a ver el sexo de manera muy diferente que otras personas. Ellos ven el sexo más en términos de poder, influencia y como algo atrevido, en contraste con las personas con baja calidad narcisista que asocia el sexo más con el cuidado y el amor”. Cada quien su goce…

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