Miguel Ángel Sánchez de Armas.

De tarde en tarde llega a nuestras manos un libro que se nos mete al corazón y a las entrañas. Pienso que todo lector habrá vivido esta experiencia por lo menos una vez en la vida. Algunos afortunados la experimentamos una y otra vez. 

Con esto en mente, presento tres títulos que llenarán esa propuesta. Los tres germinaron en el continente que Conrad llamara “negro” sin tener idea del caleidoscopio de tonos, luces y emociones que encierra el territorio del cual somos originarios y que tan ajeno nos es.

Se trata de Llora, el país amado, del sudafricano Alan Stewart Paton; Todo se desmorona del nigeriano Chinua Achebe y Diablo crucificado, del keniano Ngugi wa Thiong’o.

En la comarca que llamamos “occidental” nos contemplamos el ombligo como si fuera la yema del cosmos y poco o nada nos dicen nombres como Mohamed Dib, Amos Totuola, Rui Knpfli, José Craveirinha, Mongo Beti, Peter Abrahams, Ferdinand Oyono, Kofi Awoonor, Gabriel Okara, William Conton, Agostinho Neto o Shaaban Robert, por mencionar algunos de la legión de alucinantes autores originarios de esa parte del mundo que Józef Teodor, grande como fue, no pudo ni ver y seguramente no habría querido leer.

Decir que mis tres autores son naturales de la más alta cumbre literaria es un lugar común que sin duda me acarreará un rapapolvo del maestro H.M., pero aún así debo correr el riesgo. Considero mi deber la evangelización de quienes no han tenido la fortuna de acercarse a la literatura nacida entre Túnez y Puerto Elizabeth.

La literatura africana escrita, lo mismo que mucha de la latinoamericana, está en deuda con la tradición oral. Los proverbios y las adivinanzas transmiten códigos de conducta y a menudo reflejan la cultura del habitante, mientras que los mitos y las leyendas, dice un experto cuyo nombre se me escapa, “ponen de manifiesto la creencia en lo sobrenatural, además de explicar los orígenes y el desarrollo de los estados, clanes y otras organizaciones sociales de importancia”. Nada más hay que ver el parentezco en primer grado entre Cien años de soledad y Mi vida en la maleza de fantasmas.

Alan Paton nació en Pietermaritzburg, Natal, África del Sur, en 1903, unos siete meses después del fin de la guerra boer. Su padre, un inmigrante escocés, era un estenógrafo judicial y aspirante a poeta. La familia de su madre era la tercera generación de colonos británicos en Natal. Sus primeros recuerdos fueron de la belleza del mundo a su alrededor, el esplendor de las flores y el trinar de los pájaros. 

También se deleitaba en las palabras, los cuentos y las narraciones bíblicas que sus padres, miembros de la estricta secta de los cristadelfianos, le acercaron. Alan fue un lector precoz y de niño descubrió a Scott, a Dickens y a Brooke.

Fue durante 13 años director del reformatorio Diepkloof y en 1946 se costeó un viaje para estudiar institutos correccionales en varios países. En un hotel en Trondheim, Noruega, comenzó a escribir Llora, el país amado y concluyó la novela el día de Navidad del mismo año en San Francisco. A su muerte en 1988 se habían vendido más de 15 millones de ejemplares y había inspirado dos películas.

Es la historia conmovedora de Stephen Kumalo, un pastor negro que abandona su iglesia en el pequeño pueblo de Ixopo para buscar en Johannesburgo a su hijo y a su hermana, de quienes no ha tenido noticias en varios años. En la ciudad descubre que su hermana es una prostituta desvencijada y triste y que su hijo ha asesinado al primogénito de un ranchero blanco de Ixopo. Regresa a su pueblo con el hijo de su hermana y la novia embarazada de su hijo para enfrentar al ranchero, su vecino.

Chinua Achebe nació el 16 de noviembre de 1930 en Ogidi, al sur de Nigeria, en la ribera del Níger, en el seno de la más importante tribu de esa parte del mundo, los ibo. Fue el quinto de cinco hermanos hijos de un misionero cristiano que creía en la educación moderna y mandó a su prole a escuelas coloniales británicas al mismo tiempo que convivía con familiares que ofrecían sacrificio a los dioses antiguos. 

Ese encuentro de mundos, por no decir colisión, es la sustancia de la primer novela de Achebe, Things Fall Apart, aparecida en 1958.

El libro describe los efectos en la sociedad ibo de la llegada de los colonizadores y misioneros europeos a finales del siglo XIX. Según los críticos, Todo se desmorona, aparecida poco antes de la independencia de Nigeria cuando Achebe tenía 28 años, impulsó la reconsideración de la literatura en el mundo de lengua inglesa.

De acuerdo a Wole Solyinka, fue la primera novela en inglés que habla desde el interior de un personaje africano “más que presentarlo en el contexto exótico en que lo ubicarían los blancos”. De esta novela se han publicado más de diez millones de ejemplares en 45 idiomas incluido el español, lo que la convierte en una de las más leídas del siglo XX.

La estadounidense Toni Morrison, Nobel como Solyinka, confesó que Achebe fue el responsable de su romance con la literatura africana y una influencia seminal en sus inicios literarios. “Vivía su mundo de una manera diferente a la mía, insistiendo en escribir fuera de la visión de los blancos, no en contra de ella. Su valor y su generosidad permean su obra… y es difícil describir la devastación y el mal de tal forma que el texto en sí no sea maligno o devastador”. 

El 18 de noviembre del 2000 Maya Jaggi publicó un perfil de Achebe en The Guardian. Vale la pena reproducir el párrafo introductorio, pues revela al posible lector mexicano el peso que el novelista nigeriano tiene en el mundo:

“Mientras Nelson Mandela transcurría 27 años en prisión, encontró consuelo y fortaleza en un escritor en cuya compañía los muros de la prisión se derrumbaron. Para Mandela, la grandeza de Chinua Achebe radica en que insertó al África en el mundo sin perder sus raíces africanas. Al tiempo que el nigeriano Achebe utilizaba la pluma para liberar al continente de su pasado, dijo el ex presidente sudafricano, ‘ambos, en nuestras circunstancias particulares y en el contexto de la dominación blanca del continente, nos convertimos en luchadores por la libertad’”.  

Ngugi wa Thiong’o nació en 1938 en la congregación de Kamiriithu en el distrito Kaimbu, una zona conocida como “la meseta blanca” en la Kenya dominada por los ingleses. Fue el quinto hijo de la tercera de las cuatro esposas de su padre, un agricultor degradado a jornalero por un decreto imperial británico en 1915. Su tribu, los kikuyu, es el mayor grupo étnico de Kenya.

Aquella infancia y adolescencia transcurrida en una suerte de esquizofrenia cultural marcaría la obra de Thiong’o, un kikuyu-africano y occidental-cristiano, educado en una escuela inglesa y en las universidades de Makerere en Kampala (Uganda) y Leeds (Inglaterra): hombre tribal heredero de una cultura enfrentada al occidente, despojado de su lengua e inserto en el mundo del colonialismo como catedrático en universidades estructuradas conforme al modelo europeo.

Aunque poco o nada nos diga su nombre en estas latitudes, Ngugi wa Thiong’o es una de las cumbres de la literatura africana y universal. En Kenya sus libros están prohibidos desde que en 1977 el “padre de la patria”, Jomo Kenyatta, y su vicepresidente, Daniel arap Moi, lo encarcelaron y desmantelaron el teatro al aire libre en el que se presentaba su obra Me casaré cuando yo quiera, que habla de la injusticia y la inequidad en aquella nación. 

El arresto fue al amparo de un “decreto de seguridad pública”, pues aparentemente en Kenya el teatro y la literatura eran instrumentos de disolución social. Se confirma que en un régimen autoritario –sea nacional, estatal o municipal-, la primera víctima es la inteligencia; la segunda, la verdad.

Parece cuento sobre políticos mexicanos la siguiente anécdota verdadera: apareció un libro de Thiong’o basado en una leyenda kikuyo en la que un luchador social, Matigari, jura alzarse en armas para lograr la independencia del país. 

Al popularizarse la historia del relato, el gobierno keniano se alarmó. Parece que a nadie se le ocurrió leer el libro antes de que el ministerio público expidiera una orden de aprehensión en contra del peligrosísimo “agitador revolucionario Matigari” por conspirar para derrocar al régimen. 

Podría uno morirse de risa con el chiste de si no fuera por el baño de sangre que provocó la cacería de aquel “alzado en letras” y por supuesto Thiong’o fue a dar con sus huesos a una mazmorra.

Al salir de la cárcel, en una asombrosa y ejemplar decisión, dio un giro a su vida: renunció al inglés, el idioma colonial en el que fue educado; al cristianismo, que fue su religión impuesta; a los valores culturales de Occidente y a su nombre, que hasta entonces había sido James Thiong’o Ngugi.

El fruto de esa decisión fue la primera novela moderna escrita en kikuyu, su idioma materno: Caitaani Muthara-ini (Diablo crucificado), publicada en 1980, con la que clava definitivamente la tapa del ataúd sobre su pasado colonial. Diablo crucificado fue escrita en prisión, sobre tiras de papel sanitario.

Y nada más para que quede clara la esquizofrencia en que vivimos los “occidentales”: una editorial inglesa tradujo el libro al idioma imperial y pronto se convirtió en un best-seller.

Bendita Albión.

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