Boris Berenzon Gorn.
No cabe duda de que el odio es una pandemia con la que hemos, dolorosamente, aprendido a vivir. Aunque a lo largo de la historia ha habido numerosos intentos por detenerla, esta ha rebrotado una y otra vez en los escenarios más diversos. Frente a toda crisis, no falta el grupo de intolerantes que quiera desquitarse con los repetidamente vulnerados: afroamericanos, migrantes, pueblos indígenes…, por mencionar solo algunos. Lo vemos en las coyunturas políticas, en las dificultades económicas e incluso en el caos que ha traído el COVID-19. Hoy, una realidad que no quisiéramos aceptar se planta frente a nuestras narices: el antisemitismo ha regresado.
Los nostálgicos de la opresión no solo surgen en México o en Estados Unidos. En todos lados se cuecen habas, y las peores prácticas contra la dignidad humana son echadas de menos, contra todo pronóstico, en todas partes del mundo. Todo avance en favor de la igualdad y la justicia parece venir acompañado de una respuesta de los grupos antiderechos, que encuentran en la diferencia la raíz de todos los males.
Hay que reconocerles que por lo menos lo tienen muy claro. A diferencia de cientos de proyectos políticos que surgen en el mundo, los grupos antiderechos tienen, según ellos, muy bien identificada la causa universal que genera la pobreza y la falta de empleos: esta es la diversidad de cualquier tipo, la diferencia. El razonamiento que lleva a dicha conclusión es sumamente dudoso, por decir lo mínimo, pero ese no parece ser motivo para que deje de repetirse una y otra vez en todas las latitudes.
El odio es la bandera que ha hecho nacer las tragedias más grandes de la historia universal. Solemos consolarnos diciéndonos que no, que no es el odio, que se trata del miedo, pero no hay razón para engañarnos: es el odio lo que tenemos que combatir. Por supuesto que esto no puede hacerse con más odio, que debe hacerse con estrategias que generen lo contrario (entendimiento), pero eso no implica que dejemos de llamarlo por su nombre.
Yo también he estado muy en contra de las generalizaciones. Dudo de quienes las emiten y pierden la particularidad. Hay muchas acciones personales que no pueden ser explicadas solo en función de la pertenencia a un grupo. Sin embargo, eso no significa que
las agresiones contra ese grupo no existan y puedan incluso representar una agravante con respecto a estas “acciones personales”.
Durante muchos años, escuché a mis abuelos, e incluso a mis padres, hablar del permanente antisemitismo. A veces parecía que no tenían otro tema en la cabeza y que estaban más obsesionados con ellos que ellos con nosotros. Mi inocencia me impedía ver que no se habían creado una obsesión de la nada, que los continuos ataques provenientes de múltiples direcciones los habían condicionado a estar a la espera de la próxima agresión.
Muchas veces diferí con ellos, que de todo culpaban al antisemitismo. Llegaban al grado de pensar que si había un corte de agua, este —seguro— estaba dirigido a nuestra casa y se debía a un acto de odio. Pero ¿cómo juzgarlos? Este tipo de acciones han sido una realidad y, al parecer, nunca han desaparecido del todo. Desde antes de la Segunda Guerra Mundial, el pueblo judío ha sido históricamente maltratado, como muchos otros, y a pesar de que se creyó que el estigma había quedado atrás, evidentemente no es así. De niño y adolescente llegué a diferir con mis padres, pero hoy no podría más que darles la razón: el antisemitismo ha renacido.
En el Reino Unido empieza a verse con claridad. El giro a la ultraderecha que permitió que la migración fuera una bandera exitosa en favor del Brexit era solo un síntoma de una problemática más grande. Como en todo el mundo, las redes sociales han sido una plataforma para propagar el odio, y las empresas que las administran, simples testigos. Esta misma semana, a través de sus cuentas de Facebook y Twitter, un músico emitió una invitación al odio, en la que alentaba a la gente a cometer actos contra la vida de los judíos.
Estas publicaciones estuvieron visibles durante un lapso de 12 horas sin que las empresas hicieran nada. Es curioso, porque hay contenidos que no tardan más de unos pocos minutos en ser eliminados alegando la infracción de sus normas de convivencia. ¿Cómo un contenido que revive lo peor de la historia contra los judíos no se identificó claramente como una falta a dichos códigos? El pasado 27 de julio, usuarios de dichas redes iniciaron un boicot de 48 horas en reclamo por la inacción. Diversas personalidades se unieron a la protesta, pero la realidad es muy clara: no se actuó con prontitud porque no se ha considerado que hacerlo sea prioridad.
El suceso tiene lugar en medio del escándalo protagonizado por el Partido Laborista británico. Anteriores miembros de la agrupación política habrían denunciado casos de antisemitismo, y obtuvieron no solo una respuesta nula sino también la filtración de sus
datos personales. Este hecho, por supuesto, causó una oleada de ataques de odio a través de redes sociales.
Hay que poner atención a la serie de movimientos antisemitas que surgen alrededor del mundo. Los pocos pasos en favor de la convivencia armónica que hemos logrado están siempre en peligro y no podemos permitir un retorno a la hostilidad institucionalizada.
Manchamanteles
El COVID-19 nos ha traído confusión, una preocupación profunda por el futuro y, por supuesto, mucho miedo. Como dice Joan Manuel Serrat, “es difícil no tenerle miedo al miedo, a lo desconocido”. Tenemos miedo porque no tenemos ni idea de qué vaya a pasar los próximos meses; no tenemos otra situación parecida en nuestra historia que pueda darnos pistas. Esperemos que junto con la vacuna para el coronavirus encontremos también una contra el olvido. Como dice el cantante, “probablemente lo peor de esta pandemia sea la poca capacidad que tiene la humanidad de aprender de este momento, de la generosidad desplegada por algunos, y de los errores que no deberíamos volver a cometer jamás”.
Narciso el obsceno
Simulación. Narciso se construye de las apariencias, de las máscaras. Es hábil con los disfraces, las gesticulaciones y las risas, con las muecas que asustan y que causan pena. No es un simple actor, pues más que el desarrollo estético de la trama le preocupa el ocultamiento ontológico del personaje. Narciso no es de fiar: es cambiante y camaleónico. Nadie comprende quién es en verdad, pues su esencia solo se justifica en un momento y tiempo determinados, el preciso y necesario, el aquí y ahora, el por y para. Narciso juzga al otro siempre por su diferencia, pero muy probablemente es —en el fondo— exactamente igual a él.