Rubén Cortés.
Nadie (salvo que haya predicado con el ejemplo) puede criticar a Emilio Lozoya porque diga todo lo que le exijan sus captores a conveniencia de éstos, si con ello salva el pellejo: se tiene que haber estado preso para saber cuánto se ama la libertad.
Así que desde que Lozoya es un rehén de quienes le prometieron libertad o reducción de años de cárcel, sus denuncias hacia quienes indiquen sus carceleros no garantizan llegar a la verdad jurídica, ni imparcialidad de la justicia, porque sus declaraciones son interesadas.
Entonces el Caso Lozoya es un montaje que sólo busca venganza política de unos políticos (los que hoy gobiernan) sobre otros políticos (los que gobernaron antes) mediante un circo que, en una época de quiebra económica como la actual, entretiene a la gente.
Escrito lo anterior, sin agregar aún que, en una sociedad un poco más exigente de la calidad de lo legal (menos dada a la corrección política, resentida y vengativa) ya el Caso Lozoya habría sido cuestionado en su seriedad y pulcritud.
Porque Lozoya salió sano de una cárcel de España (según España) y contrajo anemia en un vuelo de ocho horas, por lo que al llegar a México no volvió a pisar la cárcel, como cualquier reo, y fue internado en un hospital propiedad de un contratista del gobierno.
Y el presidente dijo que Lozoya estaba en una cárcel y el Fiscal que designó el presidente dijo que estaba en una cárcel y el presidente dijo que las primeras declaraciones de Lozoya al Fiscal son “muy fuertes” y el presidente dice que no sabe del Fiscal hace seis meses.
Empezó como sainete, pues, el Caso Lozoya. Y es una lastima porque, con un gobierno nuevo como este, que además fue votado por su promesa de adecentar nuestra cosa pública, el Caso Lozoya habría podido servir para relanzar seriamente la figura del testigo protegido.
Pero relanzar la figura del testigo protegido como es, por ejemplo, en Estados Unidos, y no como ha sido hasta ahora en México, donde los testigos protegidos cambian lo que dicen de acuerdo a lo que le pide la autoridad, o lo que les promete la autoridad.
Aunque hasta la figura jurídica del Caso Lozoya es suspicaz: se llama “criterio de oportunidad” y tiene por objetivo que el imputado involucre a personajes de niveles superiores, lo cual pactó Lozoya desde España.
En Estados Unidos, en cambio, el gobierno sólo negocia con imputados una vez que están en su territorio y éstos no se enteran de los beneficios que obtendrán, a cambio de denunciar a otros, hasta que se lleve a cabo su juicio.
Para empezar a colaborar tienen que firmar un contrato de compromisos, entre éstos hablar con familiares, y declararse culpable sin saber cuál va a ser la sentencia. Además, el gobierno tiene que verificar su información.
Pero a Lozoya, qué se le va a criticar: está preso y le dieron la “oportunidad” de salir, conseguir una condena menor o conservar dinero que amasó en negocios en los que es mezclado. La crítica es a la autoridad que se lo permite.
Ajá. Y la ciudadanía ignora lo pactado por la autoridad con alguien a quien acusa de robarle… a la ciudadanía.