Boris Berenzon Gorn.
Hay sucesos que —con su intensidad y la fuerza de la sorpresa con que llegaron— cambian para siempre el rumbo de nuestras vidas. El acontecer diario, el privado, se ve severamente trastocado, pero también el colectivo. De un momento a otro, las reglas de convivencia tienen que adaptarse a una realidad que unos segundos atrás nos parecía una fantasía. Ante semejantes eventos, es difícil contener la magia y el esoterismo que nos habita y no sentir que algo sobrenatural ha trastocado nuestro destino. La razón vuelve a nosotros, pero la frustración sigue presente: con toda la ciencia que hemos desarrollado como especie, ¿no podíamos haber predicho esto e, incluso, evitarlo?
Las respuestas pueden darse en múltiples sentidos. En el caso de la pandemia derivada del nuevo coronavirus, esta es bastante clara: de hecho, sí nos avisaron, pero a quienes tenían las decisiones en las manos no les importó. Personajes como Donald Trump recibieron alertas desde diciembre sobre los peligros que estaban por venir. La reacción fue nula, de desprecio hacia la situación. Pero no puede decirse que hayan sido ellos los únicos en cometer este error. Todavía en enero o en febrero de este año, la imagen de una epidemia de escala mundial nos parecía lejana y prácticamente imposible. ¿Alguien habría tenido elementos verdaderamente sólidos para prever lo que se abría paso en el horizonte?
Pensar en ello nos remite, inevitablemente, a la teoría del cisne negro, desarrollada por Nassim Nicholas Taleb. De acuerdo con esta, es prácticamente imposible estar preparados para hacer frente a sucesos que, por mucha información que tengamos, son altamente improbables. Dichos eventos son conocidos como cisnes negros. Para darle la cara al futuro, los mecanismos con los que contamos pueden prever sucesos con base en tendencias y en probabilidades, pero nunca con la certeza de la que presumen los adivinos. Es decir: podemos prever las cosas que probablemente pasarán, pero si el azar y el caos deciden que lo más descabellado suceda, esto acaecerá sin que tengamos apenas noticia.
Para etiquetar un evento como un cisne negro es imprescindible reconocer el enorme impacto social que tiene en el devenir y su capacidad transformadora. La cerrazón es habitual entre nosotros, pues preferimos pensar que estos sucesos no ocurrirán. Y, en efecto, ocurren
difícilmente, pero ocurren. Una vez sucedidos, nos preparamos por si estos vuelven a tener lugar, pero esto difícilmente pasa. Sin embargo, otros cisnes negros irrumpirán más adelante para trastocar el universo conocido.
La mayoría de los métodos estadísticos que hoy por hoy empleamos se basan en mecanismos de prueba y error que acumulan información para después racionalizar los datos, y a veces caen en la “datofrenia” (la esquizofrenia por el dato) de la que habla David Bennato. El riesgo siempre presente es que se privilegie el dato frío y se desdeñe la interpretación.
Cuando lo improbable ocurre, no significa que la estadística haya errado. Ella hizo su trabajo: mostrar hacia dónde marchaban las tendencias. Pero la estadística no puede operar por sí sola. Cuando lo improbable termina dándonos un golpe de realidad, sea mediante el surgimiento de una pandemia o mediante la elección de Trump que los números no preveían, se hace visible la necesidad de un regreso al humanismo. Quizás para estar preparados para estas vueltas de tuerca insospechadas no sea suficiente hablar de probabilidades.
Los sucesos altamente improbables no pueden ser medidos y solo se racionalizan de manera retrospectiva. Es el caso de los fenómenos llamados naturales que ocurren cotidianamente, como los sismos, tsunamis, huracanes…, o los fenómenos sociales, como los atentados, giros políticos o cambios en los movimientos religiosos y —evidentemente— la cultura sanitaria, la construcción cotidiana de la ciencia y las oscilaciones mágicas.
El cisne negro, de Taleb, transforma lo que sabemos sobre la manera de conocer, y representa una crítica epistemológica acerca de los saberes actuales en prácticamente todos los campos disciplinarios. El autor recuerda la posibilidad siempre latente de que las situaciones se transformen de un momento a otro sin previo aviso. Estas suelen ser menospreciadas. Aun hoy menospreciamos las que tendrán lugar en el futuro, pero cuando aparecen reclaman su importancia.
¿Cómo prepararnos para lo que presumiblemente no ocurrirá, pero que de todos modos terminará pasando? Es una pregunta que nos lleva a plantearnos esta pandemia.
Manchamanteles
Lo improbable sucedió y lo que no podemos hacer ahora es seguir actuando como si no pudiéramos prevenir sus consecuencias. Los riegos están ahí, pero nuestra ventaja es que ya podemos verlos y dimensionarlos. El regreso a clases es imperante, quizás no mañana, tal vez no en agosto, pero acabará por suceder. ¿Cuáles son los peligros que lleva esto implícito
y cómo podemos empezar a resolverlos? Es fundamental contestar colectivamente esas preguntas y no entender el retorno a las escuelas como un asunto menor.
Narciso el obsceno
Los narcisistas detestan mostrarse débiles o exhibir su inconsistencia; quizá, porque saben que lo son y sufren de una autoestima baja. Sin embargo, hacen lo posible por disimularlo, esconderlo, sumergirlo en su propia arrogancia tanto ante ellos mismos como ante los demás, y por ello quieren controlarlo todo, incluso los datos.