Miguel Ángel Sánchez de Armas.

@juegodeojos 

Es asombroso que hayamos puesto hombres en la luna y enviado aparatos inteligentes a las profundidades del espacio mientras guardamos una ignorancia supina respecto de nuestro propio planeta.

Casi con la mano en la cintura se colocó en órbita el telescopio Hubble para fisgonear las galaxias más distantes. Y en la Sierra Negra de Puebla funciona un radiotelescopio capaz de detectar señales de los confines del universo generadas hace miles de millones de años, pero hasta hace unas cuantas décadas los geólogos debatían y se satanizaban entre sí por diferencias sobre la edad de la Tierra.

Todavía resuenan en el imaginario colectivo aquellas palabras de “un pequeño paso para un hombre, un enorme salto para la humanidad” radiadas desde la superficie de la luna a 390 mil kilómetros -paso que arrancó una sonrisa  a Julio Verne en el más allá-, cuando acá abajo seguimos sin tecnología para rescatar los restos de la tripulación de un submarino accidentado en una fosa marina o los de unos mineros en las entrañas de la tierra desértica. 

Y no deja de ser una paradoja que mientras nuestro establishment científico-tecnológico pudo colocar un aparato en la superficie de un cometa que se desplaza a dos mil kilómetros por segundo a más de un millón de kilómetros de distancia, no haya logrado domeñar al malévolo y microscópico virus que nos tiene a todos en apando y con el Jesús en la boca.

¿Cómo es posible que sepamos más sobre Alfa Centauri, el sistema estelar más cercano al sol nuestro, a 4.37 años luz de distancia, que sobre cómo funciona la fotosíntesis, causa eficiente de la vida en el planeta?

¡Hélas! Nos creemos el centro del Universo cuando la verdad es que nuestra nave azul es una pelusa en un sistema planetario insignificante en un rincón desdeñable de una galaxia menor. Y encima, estamos tenazmente dedicados a su destrucción con los gases de invernadero, la sobreexplotación de los recursos naturales, la contaminación de todo lo que nos rodea, la amenaza perenne de una guerra y el incansable trabajo de una pléyade execrable de autócratas en donde figuran nombres como Hitler, Stalin, Trump, Putin, Bolsonaro, Ortega, Evo, Maduro, Abacha, Acheampong, De Almeida, Amín, Andrópov, Antonescu, Pol Pot y otros cuyos nombres no quiero recordar.

Hoy amanecí pesimista. El apando me tiene cual león de Lugones (Grave en la decadencia de su prez soberana, / sobrelleva la aleve clausura / de las rejas, / Y en el ocio reumático de sus garras ya viejas / la ignominia de un sordo lumbago lo amilana) y como además recién releí la fascinante Breve historia de casi todas las cosas de Bill Bryson, permítame el lector platicarle una historia que no tiene nada de ciencia ficción.

Asómbrese: apenas en 1991 se confirmó la teoría de que fue un meteorito el responsable de la aniquilación de los dinosaurios. Y para este México que anda siempre de capa caída porque no ganamos medallas ni de plomo y tenemos a un zar coronavirus que nos juzga a todos retrasados mentales, me place informar que fue en Chicxulub, Yucatán, en donde hace 65 millones de años cayó la roca que eliminó a las grandes lagartijas y dejó libre el camino a los mamíferos, es decir, a nosotros… y de paso aplanó la península y la dejó lista para los paisajes maravillosos que hoy conocemos como La tierra del faisán y del venado.

Un meteorito de diez kilómetros de diámetro hizo un cráter de 180 kilómetros de ancho y 45 kilómetros de profundidad y ahí sigue en la península, bajo tres mil metros de caliza. Pemex lo exploró en 1955 y dictaminó que era de origen volcánico. Pero hace 29 años la comunidad geológica internacional echó las campanas a volar cuando se confirmó que precisamente ahí, ¡máre!, había tenido lugar el gran impacto y uno de los grandes enigmas de la historia quedó resuelto.  

¿Qué sucedió? La explosión del golpe fue equivalente a varios miles de veces el arsenal termonuclear del que hoy disponen los países civilizados y levantó una nube de polvo que oscureció la atmósfera y alteró el clima durante más de diez mil años. Los desdichados reptiles no sobrevivieron, pero nuestros peludos antepasados de sangre caliente sí.

Pareciera que sesenta y cinco millones de años es muchísimo tiempo y que yo soy un catastrofista irresponsable, pero resulta que unos dos mil asteroides como aquel regularmente pasan en las cercanías de la trayectoria de la tierra. En 1991 una roca del tamaño de una casa, clasificada como “1991 BA”, pasó a tan sólo 160 mil kilómetros, en términos espaciales el equivalente a una bala .45 que atravesara la manga de su camisa sin herirlo.

¿Por qué un objeto tan pequeño en relación con el tamaño del planeta podría ahora terminar con nuestra especie? Por que al entrar en la atmósfera provocaría temperaturas de 60 mil grados Kelvin -diez veces el calor en la superficie solar- y todos los objetos en esa trayectoria, casas, autos, edificios, perros, gatos, vacas, columnistas y políticos -sobre todo estos- se chamuscarían como papel celofán en un milisegundo. Al momento de la explosión una onda expansiva a casi la velocidad de la luz arrasaría instantáneamente un radio de 200 kilómetros y unos segundos después algunos miles más. Se cree que mil millones de seres humanos perecerían en los primeros segundos. Después, una reacción en cadena de temblores, explosiones volcánicas y tsunamis azotaría al planeta, mientras que nuevamente el polvo taparía la luz del sol durante algunos miles de años.

Es una posibilidad espeluznante. La buena noticia es que la probabilidad de que un hecho así ocurra es una en un millón de años.

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