Dos ángulos de un asesinato

Rubén Cortés.

En el entendido de que los asesinatos selectivos son inaceptables, está abierto, empero, el debate sobre la eliminación por parte de Washington, del segundo al mando en Irán en un tercer país, mientras viajaba en operación encubierta a una zona de guerra. 

Del lado rigurosamente legal, institucional y jurídico, mató al jefe del Ejército de un país soberano y con representación en la ONU: equivalente a que otro país hubiera quitado la vida al vicepresidente de Estados Unidos. 

Del lado de la lógica de campo de guerra que mantienen Irán y Estados Unidos en Medio Oriente, mató al jefe de los grupos terroristas antiamericanos en Irak, Siria, Líbano, Yemen y Gaza, durante un viaje clandestino a Líbano, y escala furtiva en Bagdad. 

Comandante de la Fuerza Quds (símil de la CIA, con autoridad para actuar en el extranjero) y vicepresidente, el general Soleimani no estaba de viaje oficial en calidad de sus dos cargos institucionales en Irán: se encontraba de incógnito en perímetro de batalla. 

Vamos: no usó (como Putin para viajar a Siria esta semana) las vías diplomáticas para informárselo a las potencias involucradas en el conflicto. Aunque tampoco el carácter clandestino de su viaje daba autoridad a Washington para matarlo. 

Tampoco es que el vicepresidente iraní informase a sus adversarios cuando andaba de viaje en Irak supervisando a “Asaib Ahl al-Haq, “Badr”, “Harakat Hezbolá al-Nujaba” y Kataeb Hezbolá, ni en los territorios ocupados de Palestina a “Hamás” y “Yihad Islámica”. 

O en Yemen, al movimiento “Huthi”, y en Líbano, a Hezbolá (el partido de Dios), que él mismo creó en 1982: primero como punta de lanza contra Israel, y hoy como fuerza armada internacional, que opera en los conflictos de Irak y Siria. 

De hecho, en febrero de 2008, el Mossad quiso asesinarlo en Líbano junto con Mugniyah, el jefe de Hezbolá (también andaba de viaje secreto). Pero el entonces primer ministro, Olmert, se negó: le había prometido a Obama que sólo atentaría a contra Mugniyah. 

Como sea, el debate no debe estar en si el trabajo de Solemaini como destacadísimo funcionario de Estado iraní se podían calificar de terrorista: claro que sí era terrorista. Y esa es una conclusión que no necesita demasiado análisis. 

El debate debe estar en si debe ser aceptado por la comunidad universal, que el presidente de Estados Unidos pueda cumplir únicamente las reglas éticas, cívicas, de derecho internacional y diplomáticas que a él le dé la gana. 

Porque, para eliminar al general iraní en un tercer país, el inquilino de la Casa Blanca se limitó a decidir qué era la víctima en ese instante: ¿un alto cargo de un país soberano? o ¿un “combatiente enemigo”? 

Ahí debe centrarse el debate más amplio.

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