Miguel Ángel Sánches de Armas.
Un grafococo con quien he cruzado palabra dos veces en la vida, recientemente puso por escrito lo que piensa de mi: soy, publicó, “un nefasto”.
Tan delicada proclama de admiración y afecto me provocó un arrebato de hilaridad. En 50 años de ejercicio profesional me han endilgado toda suerte de cualidades y he sido objeto de casi todos los elogios, pero “nefasto” francamente nunca.
Pasado el momento festivo me pregunté si el escribiente sabría lo que escribió. La facilidad con la que se hornean opinadores -que no columnistas-, tiene como consecuencia que muchos espacios sean escaparates de puñaladas traperas a la sintaxis, zancadillas a la sindéresis, bofeteadas a la ortografía y hervideros del lugar común, prendas que se suman a otras virtudes frecuentes en el gremio: solemnidad, arrogancia, impunidad, ignorancia, servilismo y adjetivitis. Del humor no digo nada, porque le huyen como Avelino Pilongano al trabajo. Tampoco me extenderé sobre la pereza mental, porque me da flojera.
Detengámonos entonces en la adjetivitis, palabreja que, de más está decir, acabo de acuñar. Los adjetivos son, y perdón por el lugar común, armas de dos filos. Cuando alguien carece de capacidad para expresarse, ¿qué mejor que echar mano de ellos? Son como golpes de látigo: breves, sonoros, lacerantes. Suenan bien. Y evitan pensar demasiado.
No hay lugar común que no hormiguee con estos cómodos amiguitos. El primero que dijo “el astro rey” fue un poeta; el segundo, un mentecato. Lo mismo para “vital líquido”, “lago hemático”, “primer priista”, “caiga quien caiga”, “cámara baja”, “deleitar la pupila”, “adorador de Baco” y una interminable lista de etcéteras.
Regreso a lo “nefasto”, pues en verdad quiero entender lo que quiso decir aquel grafococo. Como no me conoce más que de lejos, a través de mis escritos y por lo que le han contadomis admiradores, supongo que cuando me asestó el calificativo o tenía la mente en blanco, o sufría dispepsia o estaba enojado por razones metafísicas. O tal vez le pidieron cinco líneas más para cerrar el espacio. Todo puede ser, aunque mi diagnostico es que se trata de otra víctima del virus de la adjetivitis.
Nefasto tiene dos acepciones: a) en la Roma antigua, el día festivo en que estaba prohibido ocuparse de asuntos públicos, y b) funesto, ominoso, detestable.
Descarto por obvias razones la primera. Y de la segunda, ¿qué soy? Funesto quiere decir aciago, triste y desgraciado. Aciago sí lo aceptaría. Triste y desgraciado definitivamente no. Ominoso significa de mal agüero, abominable, execrable, muy malo. Esas virtudes no suenan tan mal, pero tampoco me describen con exactitud, salvo quizá el “muy malo”. Detestable significa abominable, execrable, aborrecible, pésimo. Quizá no las rebatiera porque a fin de cuentas cada cabeza es un mundo y las filias y fobias personales son sentimientos muy primarios que ni yo ni nadie va a cambiar.
¡Vaya! Un solo y funesto adjetivo me ha dado catorce definiciones que con un poco de empeño podría crecer exponencialmente… aunque no lo haré para no dar lugar a que alguien me tache de columnista político.
Creo que he demostrado mi argumento. Los adjetivos y sus hermanos los lugares comunes son como una droga o, mejor, un afrodisíaco para el onanismo del escribidor. Es fácil enviciarse con ellos y crean dependencia. Y como cualquier droga, despachan a cuanta neurona se les ponga al frente.
Juzgue si no el lector: ¡ahora mismo me dieron tema para un artículo plagado de adjetivos y lugares comunes!
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