Boris Berenzon Gorn.
“Make America Great Again” (Donald Trump)
Donald Trump es el mayor síntoma del fracaso de la democracia liberal tradicional, como ha señalado con mucha agudeza Ignasi Gozalo Héctor Muniente Sariñena en su libro El síntoma de Trump. Qué hacer ante la ola reaccionaria, publicado en la Colección Contextos de la editorial Lengua de Trapo y CTXT. Su arribo al poder sucede en una danza tanática y en ritmos musicales al antojo desde una pragmática total sin valores ni principios. ¿Y ese síntoma qué nos dice a los demás? ¿Cómo afecta a nuestros gobiernos? ¿Y a nuestras formas de hacer política? ¿Hay nuevas preguntas y respuestas? ¿Se cambió el paradigma, por cierto, ya desgastado? ¿Se impuso el vacío de la improvisación?
El impeachment que no fue. Pareciera que los demócratas pusieron —como reza el dicho popular que en México peca de ambiguo— todos sus huevos en la misma canasta. El juicio político en contra de Donald Trump llegó a donde los analistas pensaban que llegaría: a la nada, al punto de partida. Con un Senado dominado por una mayoría republicana, era irrealista imaginar un panorama distinto. Tenemos hoy a un Donald Trump envalentonado, que se piensa capaz incluso de derrotar al sistema que él mismo representa. ¿Qué significa esto para la carrera presidencial que culminará en noviembre de este año?
No puede caerse tampoco en el error de pensar que el Partido Demócrata actuó de forma incorrecta al iniciar el juicio contra Trump. La realidad es que utilizaron las herramientas que tenían a la mano y las utilizaron de la forma en que sus votantes querían que lo hicieran. Es decir: ejercieron el poder público de forma congruente con las promesas que les hicieron a sus representados. Están donde están para hacer frente a Trump, y al final eso hicieron. Que el resultado no fuera el deseado es caso aparte. Que las limitantes fueran muchas y que su poder se encontrara sumamente limitado es también otra historia.
Se dijo desde el inicio de este proceso que el interés de Nancy Pelosi en el impeachment iba más allá de sus aspiraciones políticas. Pelosi ha tenido una larga carrera y no figura ni siquiera entre los precandidatos a la presidencia. Esta no era una victoria que quisiera anotarse con fines electorales. Creo, sin embargo, que Pelosi entendió muy bien su papel. Al ser la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Pelosi es la demócrata con el cargo de mayor importancia en la actualidad. Simplemente, tenía que hacerlo valer. Ella y los demás demócratas fueron elegidos como un contrapeso al gobierno de Trump; esta era su función.
Ante una posible intervención de gobiernos extranjeros en asuntos nacionales, y ante un posible abuso de las facultades presidenciales, Pelosi no podía quedarse con las manos cruzadas. La situación la colocó entre la espada y la pared. Es cierto que el juicio podía ayudar a Trump a ganar popularidad, pero el no empezarlo convertiría a los demócratas en cómplices de sus malas jugadas. De no haber levantado la voz, la percepción y la narrativa se habrían volcado contra el Partido Demócrata, que se habría mostrado sometido frente a las faramallas de Trump.
En este sentido, los demócratas tenían las de perder y tenían que elegir cuál sería la menor pérdida. Si llevaban a Trump a juicio y éste salía ileso, se perdía ventaja frente a las próximas elecciones. Si no llevaban a Trump a juicio, frente a un caso tan escandaloso, el Partido Demócrata perdería credibilidad y ahí sí, el daño podía ser profundo y, quizás, irreparable. Pelosi entendió su papel y tuvo el estoicismo y la voluntad para asumirlo.
La contraparte no es nada brillante. Trump logró lo que quería: mostrarse invencible y respaldado. Más aún, consiguió hacerse la víctima frente a la “más grande cacería de brujas” nunca vista en la historia de Estados Unidos. No cabe duda de que está en un gran momento para iniciar la batalla por el segundo término al frente de la Casa Blanca. El magnate se encuentra fortalecido y, como ya lo hemos visto, ninguna de sus atrocidades racistas o llenas de odio van a debilitarlo.
Sus votantes lo apoyan así, argumentando que al menos él “dice las cosas como son”, y le han perdonado de todo. Una presunta injerencia de un gobierno extranjero en los asuntos nacionales no tendría por qué ser la excepción, y mucho menos el abuso de poder. La gente votó por ese personaje, por el que claramente abusaría del poder en cuanto se presentara la oportunidad. Prácticamente dan ganas de agradecer que sus locuras no sean todavía peores.
Frente a la batalla presidencial, el panorama para el Partido Demócrata es sumamente incierto. Hace algunas semanas, el ex vice presidente Joe Biden parecía contar con un ímpetu imparable. El propio Donald Trump lo colocaba, mediante sus redes sociales (qué raro), como el candidato a vencer. El apoyo que el aliado de Obama recibía parecía una escalera directa a las grandes ligas. Sin embargo, hoy en día, ese ímpetu parece desplomarse.
Tras celebrarse elecciones primarias en New Hampshire y asambleas partidarias en Iowa, el gran ganador de la contienda parece ser, hasta el momento, el senador Bernie Sanders, seguido por Pete Buttigieg, alcalde de South Bend, Indiana. El ex vice presidente no figura ni siquiera en el segundo lugar de esta carrera, lo que cambia drásticamente el horizonte de una candidatura que se creía prácticamente definida. Se pensaba que Biden podría ser el candidato idóneo, al ser lo suficientemente ‘de centro’ como para atraer a los votantes sin partido o más conservadores. Sanders, por el contrario, siempre ha sido tachado de “socialista” y se cree que tendrá menos capacidad de atraer a los votantes sin partido.
Mientras tanto, el hoy senador ya ha salido a defenderse: “Mi socialismo no es el de Venezuela ni el de Cuba”. Creo que, con dos dedos de frente, está más que claro que ni siquiera Bernie va a llegar a doblegar el sistema que sostiene el imperio, pero no necesariamente esto será entendido por los votantes. Si Trump logra explotar el miedo que se tenga hacia este “socialismo”, tiene ya su campaña hecha. Pero también podemos apostar a la vitalidad de la historia y su dialéctica…, claro, si abrimos los ojos.
Manchamanteles
El pasado 25 de febrero murió el filósofo de la ciencia Mario Bunge, autor fundamental del siglo pasado. Polémico y categórico, decía que la ciencia es conocimiento racional, sistemático, exacto, verificable y —por ende— falible, al tiempo que señalaba que los rasgos esenciales del tipo de conocimiento que alcanzan las ciencias de la naturaleza y de la sociedad son la racionalidad y la objetividad, ideas que se han reformulado. En su última entrevista al periódico El País, el pasado 21 de septiembre de 2019 con motivo de sus 100 años, señaló: “La política internacional me parece un desastre y los populismos de derecha son alarmantes”. Sin duda, como el propio Bunge lo expuso, su obra es un elogio al cientificismo, el cual seguiremos revisando.
Narciso el obsceno
Muchos autores de diversas disciplinas tienen la idea de que se ha dado un acrecentamiento inmenso del narcisismo, o al menos de rasgos narcisistas de personalidad en los últimos años, y su mejor expresión es la envidia y el odio acumulado. Para Octavio Paz (Itinerario, 1993, México, pp. 13-14), la envidia es el único pecado capital que no tiene correspondiente. Nosotros diferimos: la envidia sí tiene contrario: la caridad, que implica abrirse al otro por amor. Narciso se enjuaga en su perversión.