Alejandro Rodríguez Cortés*.
A mi querido Chucho Rangel
El proyecto político y los objetivos -para muchísimos loables- del presidente Andrés Manuel López Obrador van cediendo, uno a uno y poco a poco, ante la realidad, terca, cruda e implacable.
Alguna vez dijo que gobernar era fácil, porque le bastaba el apoyo de su pueblo, ese que ahora puede ser ya capaz de darle la espalda porque la gobernanza resultó mucho más compleja que simplemente seguir en campaña y repartir dinero a diestra y siniestra.30
Luego prometió un crecimiento económico del doble a partir del 2 por ciento anual en los últimos tiempos, y en vez de ese modesto avance caímos en recesión desde su primer año de gobierno.
Lleva un año culpando a todo y a todos de una incompetencia que se hace obvia y notoria por las inalcanzables expectativas que él mismo generó y que aún gobernando siguió reiterando en varias ocasiones.
Durante las últimas semanas, en los albores de la pandemia más severa de la Humanidad del último siglo, despreció a la ciencia y desafió a la lógica y al sentido común, para luego simplemente ceder el espacio de las malas noticias al subalterno de un subalterno.
Hoy, el caudillo de Macuspana que busca ocupar un capítulo en la historia oficial mexicana enfrenta sin mucho margen de maniobra el desafío de un político: la búsqueda del bien común o mayormente común con todo y las decisiones difíciles que ello implica.
En unos cuantos días pasó de privilegiar la actividad económica en un país cuyo 60 por ciento de la población vive al día, en la actividad informal, sin ahorro y sin capacidad de paro, a la obligación de preservar vidas humanas.
El dilema de un estadista en tiempos de coronavirus. Detener la economía y afrontar brutales consecuencias económicas o simplemente dejar morir a miles para no empezar nuevamente mucho más abajo del cero.
Pero AMLO no fue, no es y nunca será un estadista.
No puede serlo quien apela a la fe religiosa de su pueblo frente a la realidad científica. No lo es quien se hace alabar en la fiesta, en la verbena, y se esconde en la tragedia.
No puede ser estadista quien tiene una visión maniquea del mundo, y quien no puede entender que éste se ha destruido muchas veces para transformarse y reinventarse; quien ve la vida como nuestras películas y caricaturas infantiles de buenos y malos, como una dicotomía entre quienes lo adoran y quienes por no hacerlo son sus enemigos.
El mundo no será lo mismo después del 2020. Y en la historia humana que se escriba, ahí estará un nombre: Andrés Manuel López Obrador, presidente de un México que no pudo, o no supo, gobernar.
Soy, como muchos, un mexicano que nunca deseó ni desea que le vaya mal a su presidente, aunque no hubiera votado por él. Y por eso, deseo fervientemente equivocarme.
Pero cada día que pasa, ese deseo se va convirtiendo en una fantasía como la que construyó López Obrador en su tenaz lucha de 18 años por un poder que obtuvo gracias al enojo, desazón y desesperanza, pero también los prejuicios políticos de millones de compatriotas.
Un poder bien ganado que luego no supo, no ha sabido ejercer con la altura de miras que reclama esa investidura.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista
@AlexRdgz