Todos estamos enojados

Boris Berenzon Gorn.

“Stanno tutti bene” (Giuseppe Tornatore)

El COVID-19 ha llegado a sacudir nuestras vidas a la par que confronta los valores esenciales de nuestra coexistencia. Cada día nos adentramos en un territorio desconocido del que no sabemos muy bien cómo vamos a salir. Todos estamos viviendo la crisis; esta vez, literalmente. Claro que las condiciones de clase otorgan ciertas comodidades o privan de ellas, pero el virus es un riesgo para todos, privilegios aparte. La situación en la que estamos inmersos ha venido a poner el dedo en la llaga de formas muy distintas. Ha sacado a flote muchas formas de violencia que hoy vemos tanto en las calles como en las casas y en las redes sociales.

Estamos enojados, y de eso no hay duda. Tenemos miedo, preocupación, ansiedad, angustia, incertidumbre… Algunos tienen el lujo del aburrimiento. Todas esas sensaciones están presentes, pero no quitan al enojo del panorama. Estamos enojados con un destino que no elegimos, pero que aun así tenemos que enfrentar, con el poco control que poseemos sobre la situación y con nuestra capacidad de decisión, que hoy se encuentra severamente limitada. Estamos enojados, por supuesto, con el virus, y con la devastación que ha causado. ¿El destino se elige? ¿Se puede construir un futuro? Un sabio amigo médico, Fernando Cano Valle, que estuvo muy en la primera fila del combate a la  pasada pandemia del AH1N1 de 2009 (virus H1N1pdm09) me dijo: “Hoy, además, estamos enfermos de patología múltiple”, con lo que hizo alusión —creo yo— a la salud emocional, física, social y hasta política.

Es fácil que a este enojo se añada la frustración. En estos días es sencillo y plausible pensar en lo que hemos hecho o no hemos conseguido hacer con nuestras vidas. Estamos centrándonos en nuestros tropiezos, en los defectos de quienes nos rodean e —incluso— nos obsesionamos con la manera como los extraños atraviesan esta crisis. Pretendemos convertirnos en los policías e inquisidores que tienen que validar que sus vecinos cumplan las medidas de protección o, quizá, queremos evangelizar a quien se deje con nuestras ideas políticas o conspiracionistas del coronavirus.

Este enojo y esta frustración son las causas de la violencia exacerbada que se experimenta estos días en las redes sociales. Eso, y el exceso de tiempo que la gente tiene hoy para gastar compulsivamente en sus smartphones y sus obsesiones cotidianas. Carecemos de educación emocional al tiempo que no soportamos la autocrítica. Tenemos miedo del encuentro con uno mismo y ni qué decir del encuentro con el otro, de quien cohabita con nosotros. Esos factores se alían para hacer de nosotros pequeñas bombas de ira que explotan a la menor provocación. O, últimamente, sin provocación.

La violencia, por supuesto, no se vive solo en el espacio digital. Se habla de un aumento de la violencia doméstica en la Ciudad de México. Esto, por supuesto, ha de estar replicándose en todo el país. Este tipo de agresiones ya eran un problema antes del confinamiento; hoy el asunto debe de estarse desbordando al poner juntos los ingredientes para el desastre: una persona violentadora, una situación estresante y convivencia excesiva llevada a sus límites. Nadie previó que esta sería una consecuencia. Y, lo que es peor, nadie podría haber hecho demasiado, aunque lo hubiera previsto, porque esta es una situación que no elegimos, pero hay que hacer conciencia de que escogemos pocas a lo largo de nuestra vida. El azar sigue siendo matemático.

En las calles también se vive la violencia, aunque estén en gran parte desiertas. Está muy dicho ya que las personas dedicadas al sector salud están siendo blanco de agresiones aquí y allá. Mientras en otros países son los héroes que luchan contra el COVID-19, en México los tratamos con la punta del pie. Por supuesto que esta situación no va a continuar así por mucho tiempo. En cuanto empecemos a ver con nuestros propios ojos, en nuestra propia tierra, la importancia de su lucha contra la pandemia, vamos a construirles monumentos, no a darles patadas. Lo triste es que tengamos que esperar a ese momento para tratar a un ser humano con el respeto mínimo.

Hay que decir que la violencia y el enojo ante el COVID-19 no son solo un asunto mexicano. Este desquiciamiento tiene lugar en todo el mundo. Una de sus muestras más claras ha sido la variedad de abusos de poder que se ha dado en nombre de las medidas de protección sanitaria. Cuerpos de seguridad han atacado con lujo de violencia a ciudadanos por no estar guardados en sus casas, humillándolos, maltratándolos. Claro que hay que seguir las normas, pero ¿en qué momento el romperlas se convierte en un pretexto para los abusos y los atropellos? Por eso es tan importante no invocar la “mano dura” ni las respuestas autoritarias. El destacado antropólogo físico Santiago Genovés (1923-2013) señalo que “la violencia en el hombre es cultural y no tiene origen biológico”. Lo anterior se volvió el paradigma de muchos especialistas y ha sido prohijada por la Unesco como la Declaración sobre la Violencia.

Los síntomas que se mueven son un reflejo de la situación, pero también de otros temas no resueltos con los he hemos cargado por años. El enojo se debe a la pandemia, sí, en gran parte, pero también se debe a que somos incapaces de estar solos, a que no conocemos realmente a las personas con las que vivimos, porque siempre hemos postergado ese encuentro y hemos idealizado de muchas formas a nuestra pareja, nuestra familia, y así en escalada hasta llegar a la sociedad. ¿Mecanismo de defensa? Quizá sea uno que hoy nos pone en permanente duda. ¿La resonancia prominente del individualismo?

Todos estamos enojados con todos. Eso se ve en las calles, en las redes y en las casas. Pero ese enojo no es racional. En el fondo, como todo enojo, es con nosotros mismos. Y, aunque lo fuera, no hay mucho que hacer con él. También el enojo se convierte en un gran negocio que están explotando y promoviendo los comerciantes del odio. Es hora de que vayamos transformándolo en otra cosa, en algo constructivo que nos deje mejor parados en el futuro, tema que sin duda hay que empezar a pensar y trabajar a profundidad porque quizás ya vamos tarde. Pero lo lograremos: soy optimista. 

Manchamanteles

“No tengo miedo de caer enfermo”, dice el escritor italiano Paolo Giordano, autor de En tiempos de contagio. Una afirmación tan audaz tiene que rematarse con un peso incluso más grande que la enfermedad. “¿Y de qué tengo miedo? De todo lo que el contagio puede cambiar”. Los daños de la pandemia son innegables, pero es difícil no sentir que estos apenas empiezan a vislumbrarse y que, tan pronto lleguemos a la siguiente página, las preocupaciones irán haciéndose más complejas.

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El narcisista disfruta del sufrimiento del otro. Hacer sufrir es parte de su condición de escape ante la inevitabilidad de sentir displacer como parte de la existencia. Negar esta condición es imposible, y por eso el narcisista la traslada al exterior. Sin embargo, el narcisista es un ser suficiente, pero incapaz de reconocer su propio sufrimiento.

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