La solidaridad contra el coronavirus

Boris Berenzon Gorn.

Amistad, empatía, ternura, justicia y sutileza son bienes del ser humano, afines con la solidaridad y la conciencia de ayudar al otro, a los otros. Está demostrado que son constructos sociales que se transmiten mediante la cultura y la educación, y que el vehículo más importante para la formación es el verdadero ejemplo.

Mucho se ha hablado de la solidaridad que el pueblo mexicano despliega frente a la tragedia. Los documentos hemerográficos no nos dejan mentir. Aunque nuestra tierra se ha visto lastimada por fenómenos naturales, como los terremotos, y por graves violaciones a los derechos humanos, los periódicos del ayer están repletos de fotografías que guardan la memoria de un pueblo que se ha unido frente a las catástrofes y los atropellos. Esta solidaridad, sin embargo, no ha sido la respuesta consensuada frente a la pandemia del nuevo coronavirus.

En los meses de febrero y marzo, el mundo empezó un periodo de aislamiento y sana distancia que tenía un único objetivo: aminorar los efectos que tendría el COVID-19 en la población. Entre las muchas interrogantes, destacaba una única certeza: el virus viajaba por doquier, y su impacto negativo era inevitable. Había variables, sin embargo, que se podían controlar (relativamente). Ante lo inminente del suceso, se buscaron soluciones para disminuir la rapidez a la que viajaría el virus. Con ello se evitaría que colapsaran los sistemas de salud, de forma que se pudiera brindar atención decente a un mayor número de personas. Lo contrario ofrecía escenarios poco alentadores: los hospitales se llenarían rápidamente y mucha más gente fallecería por no encontrar una cama para recibir atenciones apropiadas.

La reacción que la gente en México tuvo en relación con esta respuesta global es peculiar y cuesta entenderla a la luz de las acciones solidarias con las que nuestro pueblo normalmente encara la crisis. Para empezar, hay que notar que las actitudes ante el nuevo coronavirus han sido muchas. Hay quienes simplemente no creen en él, como si uno pudiera decir “no creo en la evolución”, “no creo en la teoría de la relatividad”, sin mayor fundamento, y quedarse después con toda la tranquilidad del mundo. Existen también quienes han decidido hacer de este un tema de partidos, actitud un tanto inoportuna cuando lo que nos amenaza es un virus que no distingue ideologías.

Pero lo que fundamentalmente divide las respuestas que hemos tenido es la solidaridad. Hay quienes han sido solidarios y hay quienes no; es así de simple. Es cierto que normalmente la balanza común se inclina hacia hacer el bien al otro, pero, esta vez, quizás haya que considerar que no fue así. Pero ¿dónde encajan las acciones solidarias en este caso?, debemos preguntarnos para empezar. Tenemos primero los escenarios más evidentes: el comercio justo, los actos de apoyo a los vecinos, etcétera. No son estos los que me ocupan. En segundo término, tenemos el respeto al personal de salud. Aquí la lectura también es evidente: están quienes respetan a médicos y enfermeras, y quienes los han rociado con cloro en un acto por demás despreciable.

Pero lo que me inquieta es una dimensión de la solidaridad que como pueblo no pudimos ver en esta crisis. O, mejor dicho, pudimos ver solo a medias, porque tampoco podemos ser injustos con quienes de hecho la vieron. La forma de aportar a la comunidad, esta ocasión, era permanecer en aislamiento. ¿Por qué? Porque al hacerlo evitábamos, primero, contagiarnos y, segundo, que el virus hiciera de nuestro cuerpo su vehículo. Nuestro macho interior, tan desarrollado por Paz en El laberinto de la soledad, nos pedía que ignoráramos el primer riesgo. “A mí no me va a pasar”, era la respuesta frente a un virus que, ciertamente, presenta síntomas en una proporción pequeña de quienes lo portan. Muy extendida ha estado la creencia de que el virus solo afecta a las personas mayores o a la que se ha dado por llamar “población vulnerable”. Sin embargo, el mundo ha visto morir a gente joven y a gente que desconocía que tenía padecimientos previos (porque ¿qué tan seguido se hacen revisiones de rutina quienes aseguran que “a ellos no les va a pasar”?). Pero el macho interno que se cree hecho de acero y el papá de Juan Camaney tampoco es nuestro tema.

Lo que me interesa es el segundo objetivo del aislamiento: se debía permanecer lejos para que nuestro cuerpo no se hiciera el vehículo del virus. Salir no solo era una prueba de lo “machos” que pudiéramos ser; era también un riesgo para la población. Incluso, aunque no hubiera síntomas, un individuo podía portar el virus y llevarlo de aquí para allá, lo que favorecía el rápido contagio y tensaba el sistema de salud. A pesar de ello, hemos visto a mucha gente rodar de fiesta en fiesta, de visita en visita, del Día del Niño al Día de las Madres, del saludo al vecino a las copitas con el compadre. Para muchos, al no existir el riesgo individual, el riesgo colectivo pasaba al segundo plano. Porque sí, al seguir como si nada (sin necesidad, claro, no hablo de quienes tenían que salir a trabajar) aumentaba el riesgo para la comunidad.

Es triste, pero esto me hace pensar en cuán dependiente se ha hecho la solidaridad de su capacidad de ser mediada. Estamos muy acostumbrados a ser solidarios cuando ello puede colocarnos en el foco de los medios, de las redes sociales que todo lo miran. Pero cuando la solidaridad exige quietud, calma, un stand by que no puede ser mediado, ¿ya no nos gusta tanto? ¿Acaso la web 2.0 ha alterado también nuestra habilidad de ser solidarios? Quiero pensar que no y que esto ha sido solo producto de la dificultad que para todos ha representado el tener que quedarnos quietos, cuando somos un pueblo acostumbrado a no parar.

Manchamanteles

Es la era del libre flujo de la información. Tenemos acceso instantáneo a una cantidad de datos que antes no hubiéramos podido imaginar. Hoy no hay que saber muchas cosas: todo se lo podemos preguntar a Google. Para el filósofo Byung-Chul Han, esto no es positivo. Esta enorme exposición a los datos podría estar afectando nuestro pensamiento, dado que “no existe un pensamiento basado en los datos”. El escritor compara el “dataísmo” con “una forma pornográfica del conocimiento”; es decir, una banalización que ignora sus complejidades.

Narciso el obsceno

Uno de los encantos de ser “piadoso” —que no empático o solidario— es la recompensa narcisista. Parece que “ser bueno” o “hacer el bien“ es un guiño de algunos al reconocimiento social más que en un gesto humanitario. El ego se vuelve piadoso cuando tiene un galardón inmediato y visible. Si no es así, parece que no tiene sentido. Narciso usa, entre otros ropajes, el de la piedad.

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