Las trayectorias paralelas de Hitchcock y Buñuel

Visiones y visitaciones

A 40 años de la partida de este mundo del cineasta británico Alfred Hitchcock (1899-1980), el artista plástico Luis Fernando ?en su sección “Visiones y Visitaciones”? lo recuerda junto con otro grande contemporáneo suyo de la cinematografía mundial: el español Luis Buñuel (1900-1983), cuyos caminos paralelos ha dado pie a nuestro crítico fílmico a elaborar este ensayo por el cuarenta aniversario de la muerte del londinense.

El ágape

El 20 de noviembre de 1972 el director Luis Buñuel Portolés arribó a la espléndida y fastuosa residencia del director neoyorquino de raíces húngaras George Cukor acompañado de su hijo Juan Luis y de un dueto de franceses: el escritor y guionista Jean-Claude Carrière  y el productor Serge Silberman. El natural de Calanda asistía a una comida en su honor en la mansión del 9166 de Cordell Drive en un homenaje que Hollywood le había negado durante 40 años.

—Escuché que Buñuel se encuentra en el pueblo —le comentó Cukor a Carrière por teléfono, pues se conocieron durante la temporada que el escritor francés había vivido en la ciudad.

Y era cierto, la comitiva había acudido invitada a Los Ángeles Film Festival —tras acudir inicialmente, a fines de octubre, al Festival de Cine de Nueva York— para presentar la cinta El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, Francia, 1972), que a la postre le daría su único premio Oscar de la Academia de Hollywood en la categoría aún llamada “Película en Lengua Extranjera” —también estuvo nominado a “Mejor Guión”.

Luego de atravesar el inmenso jardín de la mansión, tan lujoso que estaba adornado con mármoles originales tanto romanos como griegos y una enorme piscina climatizada, y mientras degustaba una copita con el director de Las cuatro hermanitas (Little Women, EU, 1933), La dama de las camelias (Camille, EU, 1936), Nace una estrella (A Star is Born, EU, 1954), Mi bella dama (My Fair Lady, EU, 1964) e incluso, sin crédito, un par de clásicos al lado de Victor Flemming: El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939) y Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, EU, 1939), fue arribando el resto de los convidados. Todo era amabilidad.

El desfile de colegas realizadores, intrigados por conocer al más célebre de los cineastas surrealistas ?que, además, para entonces ya disfrutaba de un reconocimiento mundial y unánime como uno de los grandes genios del cine, y se encontraba en la última de sus etapas creadoras, la francesa, con grandes estrellas, sustanciosos presupuestos y absoluta libertad creativa?, fue abrumadora.

El primero en unirse al ágape fue uno de los más importantes directores estadounidenses: John Ford —La diligencia, 1939; Las viñas de la ira, 1940; El hombre quieto, 1952—, con su emblemático parche en el ojo y con una salud ya bastante precaria por el cáncer de estómago que acabaría con su vida pocos meses más tarde.

Uno a uno fueron llegando destacados cineastas de la gran industria de Hollywood, como el austriaco Billy Wilder —Una Eva y dos Adanes, 1959; El ocaso de una vida, 1950—, el suizo-alemán William Wyler —Lo mejor de nuestra vida, 1946; Ben Hur, 1959— y los estadounidenses George Stevens —Shane, el desconocido, 1953; Gigante, 1956—, Rouben Mamoulian —Aplauso, 1929; El hombre y el monstruo, 1931—, Robert Wise —Amor sin barreras, 1961; La novicia rebelde, 1965— y Robert Mulligan —Matar a un ruiseñor, 1962; El verano del 42, 1971—, con la única y lamentable ausencia del director alemán Fritz Lang —al que Buñuel visitaría al día siguiente— en lo que acabó convirtiéndose en la reunión más comentada y llamativa del año en el medio fílmico, de la que quedó constancia con una serie improvisada de fotografías en blanco y negro tomadas por un aficionado llamado por Carrière.

El inglés de junto

A propósito dejé fuera del listado al invitado inglés que arribó justo después de Ford y que, tras ofrecerle un cálido abrazo, ya no habría de separársele al director español ?afincado en México? durante el banquete en aquel palacete. Me refiero a otro de los referentes absolutos en lo concerniente a la autoría en el cine industrial: el británico Alfred Hitchcock, nacido en el suburbio de Sussex el 13 de agosto de 1899 —unos seis meses antes que Buñuel naciera en la provincia de Teruel—, quien pese a ser una referencia universal gracias a su estilo pero también a la popularidad de su trabajo, que se inició en la época del cine silente pero que logró llegar hasta el Technicolor y hasta la misma televisión con una popular serie de suspenso presidida por su silueta sinuosa y su breve y sonoro apellido.

Si bien todos los directores presentes conocían bien la filmografía de Buñuel, a pesar de que muchas de sus películas no habían sido distribuidas en Estados Unidos, específicamente fue Hitchcock el que con más insistencia le interrogaba sobre su anterior filme: Tristana (España-Italia-Francia, 1970), que le supuso su primera nominación a los premios Oscar, impresionado por la cámara que pasea del teclado del piano de cola interpretado con virtuosismo para luego bajar hasta hacer notoria la pierna amputada a la joven, interpretada por Catherine Deneuve, después de ser atacada por el cáncer en la rodilla, para regresar a su rostro y al tosco bastón de madera depositado en el instrumento, junto al atril.

El diálogo que acompaña a la escena entre Tristana y su nuevo amante, el pintor Horacio (Franco Nero) le parecía al amo del suspenso una verdadera lección de cine. En tanto, lo que en verdad sorprendía a Buñuel era que Hitchcock tuviera tan presente el filme, pues aunque lo respetaba como cineasta le parecía más bien un creador adaptado a la industria, una starlet (estrella en ascenso o juvenil), como bien recuerda Carrière en el documental Los chicos de la foto (España, 2014), de Juan José Aparicio e Iván Reguera.

La influencia de Buñuel

Los homenajes y citas a los filmes emblemáticas de Buñuel en la obra de Hitchcock son numerosos. Por ejemplo cita una de las imágenes más célebres en la historia de la cinematografía: la del ojo cercenado por una navaja barbera al tiempo que una nube corta en dos a la Luna llena en el poderoso debut buñueliano, mismo que le granjeó la entrada al movimiento surrealista: El perro andaluz (Un chien andalou, Francia, 1929).

Ya afincado en Hollywood bajo contrato del productor David O. Selznick, Hitchcock incluyó destacadas referencias al cine del aragonés en  Cuéntame tu vida (Spellbound, Estados Unidos, 1949), especialmente en las escenas oníricas que relata el sospechoso de homicidio y, simultáneamente, víctima de amnesia John Ballantyne (Gregory Peck) a su esposa y psiquiatra, la doctora Constanse Petersen (la sueca Ingrid Bergman en la primera de tres colaboraciones con el inglés): un casino que mira en sueños, sin paredes y repleto de cortinas con ojos, mismas que van siendo cortadas justo por la mitad con unas tijeras gigantes y en la que una muchacha de ropa escasa besa a los parroquianos mesa por mesa para luego transitar a un techo albo del que un hombre barbado cae a un precipicio mientras el protagonista es perseguido por la sombra amenazante de unas alas y mira ruedas no perfectamente circulares del tipo de las que abundan en la obra pictórica de Salvador Dalí, pues fue justo el artista nacido en Figueras quien colaboró con el diseño de arte en la creación de dichas escenas.

El pintor había coescrito en Francia el guión de Un perro andaluz y el hecho de que Hitchcock haya recurrido a él para homenajearle provocó, más bien, un gran prejuicio de Buñuel en contra del inglés, pues unos años atrás, al publicar sus memorias: La vida secreta de Salvador Dalí (The Secret Life of Salvador Dalí, The Dial Press, Nueva York, 1942), su ex colaborador le describía no sólo comunista sino también como un ateo, lo que suscitó tal rechazo y controversia que se vio obligado a renunciar a su trabajo en el área de documentales del Museo de Arte Moderno (Moma) de Nueva York en 1943, apenas dos años después de su contratación y que, tras enfrentarse con una crisis económica y laboral, le haría aceptar trasladarse a México en 1946 invitado por el productor de origen ruso Óscar Dancingers para adaptar al cine La casa de Bernarda Alba, de su amigo el poeta  granadino Federico García Lorca, asesinado por la dictadura franquista, un proyecto frustrado , pero preferible ante su casi imposible incorporación a la industria hollywoodense —primero invitado en 1930 por los estudios Metro-Goldwyn-Meyer y en 1938 comisionado por la Segunda República Española— debido a la escalada de la persecución macartista.

Cabe suponer que la intención de Hitchcock nunca fue aviesa —no que tenía razón para estar enterado del desencuentro entre los dos artistas peninsulares—, pero vaya que en verdad conocía la obra del realizador español.

Para ejemplificarlo, regresemos a Cuéntame tu vida: en la secuencia previa al sueño surrealista de interpretación freudiana, Ballantyne toma una navaja de afeitar y se mira ante el espejo del lavabo mientras le carcome una cierta ansiedad por utilizarla en contra de la doctora Petersen o incluso de su tutor, el doctor Alexander Brulov (Michael Chekhov), en una actitud que evoca fuertemente los devaneos interiores del adinerado ceramista Archibaldo de la Cruz (Ernesto Alonso) en sus infructuosos, excéntricos y siempre fallidos intentos por asesinar a alguna mujer, bien sea su institutriz, una monja que le da cuidados sanitarios, una cazadora de ricachones de comportamiento veleidoso o su infiel prometida mientras delira con emplear alguna navaja de su colección—grabadas con los respectivos días de la semana— y convencido de los poderes fulminantes de la cajita musical italiana que poseyó de niño y que podían matar al accionarla y con su simple deseo.

Incluso los MacGuffin

Curiosamente, podríamos nombrar a la cajita musical de Archibaldo como un MacGuffin, es decir como el elemento u objeto que ayudan a lubricar el mecanismo narrativo sin que necesariamente posea un significado profundo. En su larga entrevista con el cineasta francés Francois Truffaut, entonces solamente periodista de la revista gala Cahiers du Cinéma, que resultó en el libro canónico El cine según Hitchcock (Le Cinéma selon Hitchcock, 1966), el realizador define a este tipo de elementos como “un rodeo, un truco, una complicidad”,  pero que en realidad es “el vacío”, “la nada”.

Y rememora que en las novelas de espionaje  de Rudyard Kipling que ocurrían en la frontera de la India con Afganistán, en donde los indios y los británicos luchaban contra los indígenas, regularmente tenían como fondo “el robo de los planes de la fortaleza”, el hurto de papeles, de documentos, de secretos de suprema importancia para los personajes pero carentes de la misma para el narrador, es decir para el director.  El ejemplo emblemático es el de los dos hombres que viajan en un tren y cuando uno le inquiere al otro qué objeto colocó en la malla del equipaje, el otro responde que es un MacGuffin, lo que le despierta aún más dudas, por lo que acabará por contestarle que es un “aparato para atrapar leones en las montañas Adirondaks”. Cuando le hace notar que no existen dichos felinos en aquellos macizos rocosos neoyorquinos, el pasajero responderá con simpleza: “En ese caso no es un MacGuffin”.

En seguida, el libro ofrece una lista de los MacGuffin que el director inglés ha empleado en su cinematografía, entre los que se cuentan las fórmulas matemáticas en la memoria de un espía en Los 39 escalones (The 39 Steps, Reino Unido, 1939); o el espía dedicado a las “importaciones y exportaciones” cuya mercancía es, precisamente, algo tan vago como “secretos de Estado” en Intriga internacional (North by Northwest, Estados Unidos, 1959); o el vaso de leche que Lina (Joan Fontaine) recibe de su marido Johnnie (Cary Grant, en el primero de cuatro trabajos con Hitchcock), mismo que se niega a beber por temer que contenga veneno en Sospecha (Suspicion, Estados Unidos, 1941), o incluso la arena de uranio oculto en las botellas de vino en una cava de una célula nazi brasileña en Tuyo es mi corazón (Notorius, Estados Unidos, 1946), idea inicialmente rechazada por el productor Selznick —quien acabaría vendiendo la cinta a la RKO Radio Pictures—, pues fue concebida un año antes de los bombardeos atómicos en Japón, en una época en que dicha información era confidencial y cuando aún no se popularizaba el nombre de dicho elemento químico en la cultura de las armas nucleares.

Finalmente habrá que resaltar el hecho de que, entre las numerosas caídas al vacío que encontramos en la filmografía hitchcockiana, probablemente sean las escenas del campanario en el que Madeleine Esler (Kim Novak) se suicida ante la impotencia del detective retirado John Scottie Ferguson (James Stewart), quien sufre de acrofobia y se halla impedido para seguirla pese a que ha sido contratado justo para vigilarla y protegerla de algún peligro incierto por el propio esposo de la rubia, Gavin Esler (Tom Helmore), su ex compañero de estudios en De entre los muertos (Vertigo, 1958), denotan con contundencia el miedo a las alturas y, sobre todo, justamente el vahído que se experimenta en las escaleras de dichas torres. Ya hacia el final de la cinta, Scottie descubrirá el timo del que fue objeto aprovechándose de su trauma, cuando logre derrotar su padecimiento y ascender junto con Judy Barton, que fingió ser Madeleine para cubrir lo que en verdad fue un asesinato.

Y aunque no se relaciona directamente con la patología del protagonista, sí mantiene paralelismos con las escenas en las que el empresario Francisco Galván de Montemayor (Arturo de Córdova) desprecia y minimiza a los paseantes en la Plaza de la Constitución comparándolos con hormigas, en un rapto de misantropía, desde el campanario mayor de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México que preocupa y luego aterra a su esposa, Gloria Vilalta (la guapa argentina Delia Garcés), a quien amenaza con ahorcar y después arrojar desde las alturas presa de una inevitable celotipia en una espiral ascendente de paranoia y de locura que lo hará tocar fondo y destrozará su matrimonio en otra producción de Dancingers, el gran clásico en que aborda el machismo: Él (México, 1953).

Dos apellidos en la historia

Ni duda cabe que ambos apellidos, tanto el de Hitchcock como el de Buñuel, pertenecen  ya a la cultura cinematográfica y son adjetivos ligados al genio creador y también a los estilos personalísimos e inconfundibles, aunque el primero lo haya conseguido mediante una carrera intermitente y cuesta arriba que sólo alcanzó la total libertad creativa —y económica, claro está— hacia el final de su vida, en lo que se conoce como la etapa francesa —ya entrada la década del sesenta—, mientras que Hitchcock desde muy temprano conoció el éxito tanto de taquilla como de los intrincados y complejos caminos de la industria anglosajona, primero en su natal Inglaterra y, a partir de la década del cuarenta, en Estados Unidos.

Curiosamente ambos eran contemporáneos, tan es así que recientemente hemos celebrado los 120 años de su nacimiento. Como advertí al inicio de este texto, Hitchcock vería la luz en el barrio de Leytonstone, en el Gran Londres, en agosto de 1899; en tanto que Buñuel nacería en Calanda, el 22 de febrero de 1900, medio año más tarde —la diferencia entre ambos es de unas 25 semanas— y los dos serían criados en la confesión católica. Aunque Hitchcock dirigió mucho antes su primer película, la filmaría casi por completo en Múnich y no en su natal Londres: The Pleasure Garden (Reino Unido-Alemania, 1925), aunque la primera cinta decididamente hitchcockiana sería la recreación de Jack el Destripador intitulada El inquilino (The Lodger: A Story of the London Fog, Gran Bretaña, 1926), pues aunque acusaba influencias tanto del expresionismo alemán como del montaje soviético, ya plantea un thriller que juega con la maña de presentarnos a un falso homicida. En tanto que el ya citado Un perro andaluz se filmó en París y no en Madrid, donde Buñuel había estudiado y residido por largos años.

Una coincidencia más es que este par de directores acabarían radicando en América. Luis Buñuel en su casona de la Privada de Félix Cuevas —actual sede de la Academia Mexicana de Cinematografía— en la Ciudad de México —donde fallecería el 29 de julio de 1983— y obtendría la nacionalidad mexicana en 1951. En tanto que Hitchcock acabaría sus días en el barrio residencial de Bel-Air, en California, en las inmediaciones de Hollywood, en el 10957 de Bellagio Road, donde moriría hace cuatro décadas: el 29 de abril de 1980, justo a los 80 años de edad, obtendría la nacionalidad estadounidense en 1955.

Sirvan entonces estas reflexiones y este comparativo como un pretexto para rendir homenaje a estos grandes realizadores europeos que acabaron siendo americanos por derecho propio pero también, a la vez, como grandes ciudadanos de esa patria contemporánea llamada cine.

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