Por Miguel Ángel Sánchez de Armas.
@juegodeojos
Para quienes somos hijos de un mundo en donde a los héroes se les mira con un dejo burlón y se quiere reprimir más que imitar a los diferentes, la biografía de John Silas Reed puede resultar tan abrumadora como un largometraje pasado a alta velocidad en donde las imágenes se persiguen unas a otras hasta marearnos.
Jack, como le llamaban sus amigos, murió hace 100 años, 72 horas antes de cumplir 33, al otro lado del mundo, honrado por las banderas de una nación que no era la suya. Fue testigo de dos de las primeras revoluciones del siglo y su obra explicó a la humanidad los significados más profundos de esos eventos. La Revolución mexicana y la Revolución de octubre en mucho se explicaron en el mundo gracias a las páginas de ese gringo desgarbado.
A una edad en la que la mayoría de los hombres apenas comienza a pulsar el posible rumbo de su vida, John ya era una leyenda. Y cuando su agitada existencia expiró en un hospital moscovita y la noticia recorrió el mundo, en su patria hubo tantas muestras de alivio como de dolor.
No sabemos en qué clase de hombre se hubiera convertido de haber vivido otros veinte o treinta años. Tal vez Jack, aclamado como el mejor periodista de su tiempo a los 26 años, y un consumado escritor y activista político a los 32 –se dice que Kipling admitió que los artículos de Reed lo hicieron “ver” a México- también consumó la hazaña de morir a tiempo.
La tarde del sábado 23 de octubre de 1920 en la gran Plaza Roja moscovita las banderas ondeaban en la bruma cuando la enorme procesión hizo su arribo procedente del Templo del Trabajo a los acordes de una marcha fúnebre. El retumbar de las botas sobre las lozas dio un toque de nostalgia a la ceremonia. Testigos mudos eran la muralla, las 19 torres y las catedrales de la Asunción, del Arcángel y de la Anunciación.
John Reed había muerto de tifoidea unos días antes, y la procesión llevaba sus restos al corazón de los pueblos soviéticos, con los honores debidos a un héroe del proletariado.
Cuando el féretro fue depositado en el muro del Kremlin bajo una manta roja en la que grandes caracteres dorados proclamaban “Los dirigentes mueren, pero las causas permanecen”, las banderas fueron colocadas a media asta y el aire retumbó con descargas de fusil que se diluyeron en un apesadumbrado silencio.
Jack nació el 22 de octubre de 1887 en el seno de una familia acomodada y conservadora de Portland, Oregón, y fue bautizado en la iglesia Episcopal. Vivió la vida protegida de un niño enfermizo en la casa de los abuelos maternos, una mansión señorial con un enorme parque en donde había una terraza rodeada en tres lados por higueras con luces de gas ocultas en la corteza. “En el verano se colocaba un toldo y la gente bailaba a la luz que parecía salir de entre los árboles”, recordaba Reed en su ensayo autobiográfico Casi treinta años.
Aunque la madre de Reed se veía a sí misma como una “rebelde” y fue de las primeras mujeres que fumaron en público, despreciaba a las clases trabajadoras, a los extranjeros y a los radicales. Años después, siendo una viuda pobre, llegó al extremo de rechazar dinero de Jack porque no quería ser mantenida por un hijo prosoviético.
Durante sus años de estudiante Jack comprendió que no estaba destinado a regresar a Portland y que el éxito económico no le atraía. Era de una naturaleza distinta y no seguiría los pasos de su padre, aunque ello le hiciera sentir culpable. Concluidos sus estudios viajo a Europa y de regreso, a los 23 años, encontró trabajo en la revista neoyorquina America y en otras publicaciones. John Reed, periodista y escritor, estaba a punto de dejar su huella en el mundo.
Cuando Jack cruzó la frontera de Texas a Chihuahua, una tarde a finales de 1913 y trepó al tejado de la oficina de correos de Presidio para dar su primer vistazo a México, ya llevaba la doble fama de periodista y luchador social.
Su trabajo en la revista radical The Masses, sus actividades en los círculos socialistas y bohemios, su personalidad explosiva e impredecible y sus reportajes sobre la gran huelga de Patterson, Nueva Jersey –donde pudo disfrutar de la hospitalidad de la prisión local- le habían dado una fuerte reputación a los 26 años.
Fue comisionado por la revista Metropolitan y el diario World para cubrir la Revolución mexicana, en particular las andanzas de Francisco Villa, cuyas operaciones en las cercanías de la frontera estadounidense lo habían convertido en noticia de primera plana.
Años después Reed diría que México fue el lugar en donde se encontró a sí mismo. Este gringo torpe, explosivo, lúcido, valeroso y cálido, no sólo escribió artículos sobre México que dieron a lectores y gobierno de su país elementos que matizaron la percepción sobre el conflicto en México. Sus narraciones sobre Francisco Villa, a quien trató y admiró profundamente, elevaron la figura del revolucionario de bandido a héroe ante la opinión pública al norte de la frontera. Reed logró transmitir al mundo los más profundos sentimientos de un pueblo en armas.
John se insertó en las vidas de los hombres y mujeres revolucionarios para ver el conflicto desde su punto de vista. Tomó partido por los hombres para poder experimentar por sí mismo la promesa del nuevo amanecer que la sangrienta guerra traería a México: una nación libre en donde no habría clases marginadas, ejército opresor, dictadores o iglesia al servicio de los poderosos.
En su ensayo El legendario John Reed, Walter Lippmann escribió: “El público se percató de que podía vivir lo que John Reed vio, tocó y sintió. La variedad de sus impresiones y el color y fuentes de sus escritos parecían interminables. Los artículos que mandó de la frontera mexicana eran tan apasionados como el desierto mexicano y la revolución villista… Comenzó a atrapar a sus lectores, sumergiéndolos en oleadas de un panorama maravilloso de tierra y cielo.
“Reed quería a los mexicanos que conoció tal como ellos eran. Bebía con ellos, marchaba y arriesgaba la vida a su lado… No era demasiado presumido, o demasiado cauto o demasiado perezoso. Los mexicanos eran para él seres de carne y hueso… No los juzgaba. Se identificó con la lucha y lo que vio fue gradualmente mezclándose con sus esperanzas. Y siempre que sus simpatías coincidían con los hechos, Reed era estupendo.”
En las páginas de México Insurgente -el libro que recogió sus artículos mexicanos- el periodismo y la literatura se disputan el espacio, cada uno dando al otro un escenario admirable. Esta pugna profunda se complementa con el mensaje de Reed, en ocasiones directo y en otras entre líneas. He aquí a un hombre que llegó a los desiertos luminosos de un país llamado México para reafirmar sus propias convicciones revolucionarias entre hombres andrajosos, iletrados, pobremente armados, indisciplinados y libres, cuyo instinto más que una ideología les decía que las armas eran el único medio posible de transformar la situación en que unos pocos vivían explotando a los más.
No es una exageración decir que el John Reed que regresó a Estados Unidos en abril de 1914 no era ya el mismo que vio por primera vez a México desde el tejado de la oficina de correos de Presidio. En México Reed perfeccionó las herramientas para su gran obra, Los diez días que conmovieron al mundo, un relato que el propio Vladimir Ilych Ulyanov, Lenin, prologó al considerarlo uno de los mejores sobre la Revolución de Octubre, con la esperanza de que fuera leído por los trabajadores del mundo.
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