Raúl Flores Martínez.

En los últimos días, la discusión sobre la necesidad o no de prohibir los llamados narcocorridos ha vuelto al centro del debate público. No es una polémica nueva: este tipo de música ha estado en la mira desde los años más intensos de la guerra contra el narcotráfico, especialmente durante el sexenio de Felipe Calderón.

Sin embargo, la pregunta persiste: ¿sirve de algo censurar la música que refleja una realidad violenta, o simplemente se está disparando al mensajero?

Aunque los narcocorridos surgieron en la década de 1930, su auge coincide con las épocas de mayor crisis y violencia en México. En los años 70, agrupaciones como Los Tigres del Norte los popularizaron; en los 80, con figuras como Rafael Caro Quintero en la cúspide del narco, las letras comenzaron a tomar tintes más oscuros.

Fue en la década del 2000, durante el sexenio de Calderón y su fallida “guerra contra el narcotráfico”, cuando los narcocorridos alcanzaron un nuevo nivel de crudeza, con el surgimiento del llamado Movimiento Alterado: letras explícitas, sangrientas, hiperviolentas… pero también reales.

En diciembre de 2006, la administración calderonista decidió enfrentar el crimen organizado con una estrategia frontal y militarizada. El resultado fue una escalada de violencia sin precedentes: ejecuciones, enfrentamientos, desapariciones masivas y una sociedad que sigue cargando las consecuencias. En ese contexto, los narcocorridos no hicieron más que reflejar lo que se vivía en las calles.

Ahora, se pretende responsabilizar a esta música de fomentar la violencia entre los jóvenes. Pero, ¿no sería más honesto reconocer que estas canciones narran una realidad ya existente, en lugar de crearla?

Si se habla de prohibir contenidos que “pervierten” a la juventud, entonces el reguetón también debería estar en la lista, con sus letras que a menudo promueven la sexualización extrema y la cosificación de la mujer.

La discusión es válida, pero también es limitada si se basa en la censura como solución. Prohibir los narcocorridos es tan efectivo como prohibir los libros que hablan de guerra, o las películas que retratan la violencia: no elimina el problema, solo evita que lo veamos.

La historia ha demostrado que la prohibición rara vez resuelve lo que pretende. Tal vez sea momento de dejar de silenciar a los narradores, y empezar a escuchar lo que realmente están contando.

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