Por. Rubén Cortés
Mario Vargas Llosa murió con dicha: en su casa y en su tierra, a los 94 años. Recuerdo una noche en la CDMX, cuando en una cena de amigos le regalé un ejemplar de mi libro Crónicas de guerra. Afganistán e Irak en el frente de batalla (Ed. Cal y Arena 1993).
La dedicatoria empezaba: “Para mi Premio Nobel particular…” Mario Vargas Llosa, que rociaba la comida con Casillero del Diablo, su vino favorito, dejó de comer unos minutos y hojeó algunas páginas.
Se detuvo en una historia sobre un niño afgano que después de ver cómo una bomba destrozaba a su padre y a su hermano mayor, se hizo hombre sin pedir permiso, tomó el dinero que su familia había ahorrado para comprar una vaca y llevó a su madre y sus hermanas a la frontera con Pakistán.
La señora Vargas Llosa rompió mi hechizo: “Mario, por favor, nunca paras de leer”. Me aparté apenado y él agradeció lo de “mi Nobel particular”. Creí que siempre sería así, y no como después, que fue el Nobel de todos.
Alguien que igual mereció el Premio Nobel, Guillermo Cabrera Infante, dictó una sentencia: “El escritor que se pelee con la izquierda reaccionaria está perdido”. Cabrera Infante se peleó y murió en un hospital público de Londres, sin poder pagar uno privado, como sí se permiten escritores menores, pero políticamente correctos.
Vargas Llosa resultó de los pocos que, siendo liberal, fue reconocido y aceptado por la mayoría, aunque la izquierda reaccionaria nunca le perdonó que en 1967 no donara los 40 mil dólares del Premio Rómulo Gallegos (por La casa verde) a la guerrilla del Che Guevara en Bolivia.
Aun con la fuerza literaria irrepetible de Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, Vargas Llosa fue el mejor escritor del boom de la literatura latinoamericana: el de mayor ensamble intelectual, el temple más creativo, como demostró en La ciudad y los perros, Los cachorros y Los jefes.
Pero su liberalismo político lo alejó durante años del Premio Nobel, sin razones literarias, pese al bajón de su talento en los 80, con Historia de Mayta y El hablador. Pero renació con La fiesta del Chivo en el 2000.
Sólo para el Nobel lo había perjudicado pelearse con la izquierda reaccionaria, pues colaboró siempre en El País, que fue casi al único a quien permitió escribir la verdad de que muchos países subdesarrollados lo son no por el imperialismo, sino por la corrupción de sus políticos, la dilapidación de sus recursos y el populismo de sus gobiernos.
Ahora, Vargas Llosa vive en ese universo negado a casi todos los humanos, que algunos nombran gloria y otros paraíso.
Pero en realidad se llama inmortalidad.