Raúl Flores Martínez.
En México, la violencia ya no sorprende; indigna y duele, pero ha dejado de ser noticia. La última semana fue testigo de tres hechos que reflejan la crisis de seguridad que vive el país, todos vinculados a un mismo origen: la estrategia de “abrazos y no balazos” del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, una política que ha permitido que el crimen organizado extienda sus tentáculos con total impunidad.
Primero, Sinaloa volvió a ser el epicentro de la violencia. La entidad, que ha sido históricamente un bastión del narcotráfico, ha sufrido una escalada de ataques armados, secuestros y enfrentamientos entre grupos criminales.
La población vive en un estado constante de zozobra, mientras las autoridades locales y federales parecen incapaces —o tal vez poco interesadas— en contener la situación. La narrativa de que “todo está bajo control” se desvanece ante los cuerpos en las calles y el eco de las balas.
Pero la atención mediática sobre Sinaloa fue efímera, rápidamente desplazada por la tragedia en el rancho Izaguirre en Teuchitlán Jalisco. La masacre que tuvo lugar ahí expuso nuevamente el poder desmedido del crimen organizado y la brutalidad con la que operan los cárteles en el país.
La imagen de posibles cuerpos mutilados y la incertidumbre sobre los responsables dieron la vuelta al mundo, dejando en claro que la violencia en México no es un problema localizado, sino una metástasis que avanza sin control.
Y cuando parecía que estos hechos permanecerían en el centro de la conversación pública, llegó la cortina de humo: Cuauhtémoc Blanco, exgobernador de Morelos, fue protegido por la bancada de Morena en la Cámara de Diputados, evitando que fuera sometido a un proceso para que dejara de ser diputado para ser juzgado por presunta violación de su media hermana.
La decisión política de blindar a Blanco revela el nivel de complicidad y corrupción que permea en las altas esferas del poder. Es un mensaje claro: la clase política está más interesada en proteger a los suyos que en garantizar la seguridad de los ciudadanos.
Estos tres hechos, aunque aparentemente aislados, están conectados por un hilo conductor: la política de López Obrador de tratar a los criminales como víctimas y no como verdugos. La estrategia de “abrazos y no balazos” ha sido un fracaso rotundo.
Los cárteles no han cedido ante la buena voluntad del gobierno; por el contrario, han aprovechado la permisividad para fortalecerse, diversificar sus operaciones y consolidar su control territorial.
El caso de Sinaloa, la tragedia en Jalisco y la protección política a Cuauhtémoc Blanco son la muestra de un gobierno que ha decidido convivir con el crimen organizado en lugar de enfrentarlo. Y mientras el gobierno sigue apostando por el diálogo y la complacencia, el pueblo mexicano sigue poniendo los muertos.