Boris Berenzon Gorn.
En la sociedad actual, la indignación se ha instituido como uno de los fenómenos más claros y acreditados. Lejos de ser solo una reacción emocional genuina, ha mutado en un ritual social que valida nuestra pertenencia a una comunidad global. Hoy, no solo estar indignado es una respuesta común, sino que se ha convertido en una práctica básica para ser reconocido y aceptado en la esfera pública digital. Las redes sociales no solo proporcionan una plataforma para la expresión personal, sino que se han convertido en el espacio de la indignación—más que el contenido del descontento mismo—se transforma en una experiencia compartida, y en muchos casos, celebrada. La depresión, la indignación y la dispersión son el entretelón del mundo digital.
La indignación surge cuando nuestras expectativas y confianza se ven fracturadas por actos que percibimos como indebidos. Es en estos momentos de quiebre social cuando nuestra visión del mundo se distorsiona y se revela la verdadera naturaleza de las personas a nuestro alrededor. A través de la decepción, descubrimos quiénes son realmente honestos y quiénes se ocultan tras una fachada moralista, utilizando la moralidad como una herramienta para sus propios fines. Así, la cólera no solo refleja nuestra furia frente a la injusticia, sino que también actúa como un espejo que revela las intenciones inconscientes de aquellos con quienes compartimos las rutas del mundo digital. Al distorsionarse el sentido de nuestras emociones, se pervierte también el mensaje simbólico que estas nos transmiten.
Las redes sociales exigen que los usuarios no solo consuman contenido, sino que también contribuyan constantemente. Y una de las formas más comunes de hacerlo es a través de la manifestación pública de la cólera, la dispersión social y la depresión muchas veces ocultad el vértigo de las apariencias de las redes sociales. Ser parte del discurso digital implica expresar disconformidad, compartir esa emoción y, al hacerlo, reforzar la percepción de ser un individuo consciente, comprometido y moralmente recto, aunque no necesariamente ético. La indignación se ha convertido en un “sello de buena ciudadanía” que se exige casi de manera ritual a los consumidores como prueba de pertenencia a una comunidad global. Ya no es solo un acto de conciencia, sino un comportamiento esperado, casi obligatorio. Al elevar este sentimiento a un nivel colectivo, nos situamos en una posición moralmente superior, creyendo que nuestro descontento refleja nuestra sensibilidad y rectitud.
Este fenómeno da lugar a una comunidad global de indignados, donde el valor del acto no radica en la profundidad de la causa, sino en la intensidad con la que se expresa. Aquí, lo que importa no es tanto el objeto de nuestra indignación, sino la validación emocional que obtenemos al compartirla con los demás. La indignación se convierte en el lazo que une a los individuos, permitiéndoles sentirse parte de una experiencia colectiva que reafirma nuestra humanidad frente a las injusticias del mundo.
Como señala el filósofo Byung-Chul Han, la indignación y la culpa en la era digital son fundamentalmente efímeras. Surge de manera repentina y se disuelve con la misma rapidez. Este ciclo rápido y superficial refleja la lógica de la inmediatez que nos envuelve. El mundo digital celebra que nuestra atención está fragmentada por constantes estímulos, la irritación no tiene tiempo para perdurar. En lugar de ser el punto de partida para una reflexión profunda o un cambio de largo alcance, se convierte en un fenómeno momentáneo, una explosión emocional que se disuelve tan rápidamente como aparece.
Este ciclo tiene una intención clara: mantenernos en un estado constante de alerta y vigila, propensos al consumo inmediato incluso de las emociones. Lo anterior es y será parte de la historia de la aldea digital. Al igual que otros impulsos, la rabia se alimenta del sistema que la genera, desvaneciéndose rápidamente dentro de él. Los espacios virtuales, con su capacidad para generar nuevas olas de indignación, aseguran que no haya espacio para que los usuarios procesen la información de manera profunda, reflexionen sobre las causas subyacentes o, mucho menos, se organicen para lograr cambios duraderos. La ira aunada a la angustia nunca perdura lo suficiente como para convertirse en un movimiento social real; está diseñada para disolverse en la efervescencia del momento y ser reemplazada por el siguiente escándalo, la siguiente injusticia, la próxima irritación o el dolor de la soledad.
El principal problema de esta indignación fugaz radica en su falta de profundidad. En lugar de impulsarnos hacia un análisis riguroso de los problemas sociales y políticos, se convierte en un espectáculo que se consume rápidamente, sin espacio para la meditación o la acción. Lo que antes podía desencadenar una movilización significativa o una reflexión profunda, ahora se reduce a una respuesta superficial, un acto de exhibir moralidad más que un impulso hacia el cambio real.
En este contexto, el acto de indignarse se ha vaciado de contenido y transformado en una especie de performance pública, donde la intensidad emocional no se mide por el impacto real de los eventos que estamos comentando, sino por la visibilidad y el alcance de nuestra indignación. El espectáculo de la indignación digital no busca el cambio genuino, sino la validación inmediata de quienes participan en él. A medida que nos indignamos y compartimos, el sistema de redes sociales valida nuestro comportamiento, generando una sensación de poder y pertenencia, aunque el acto en sí mismo no conduzca a una transformación significativa.
El peligro más profundo de este fenómeno es su capacidad para ser manipulado por los poderes que operan tras las plataformas digitales. Las grandes empresas tecnológicas han perfeccionado la manera en que explotan nuestra indignación, extrayendo un valor significativo de nuestra participación emocional sin que seamos plenamente conscientes de ello. Este fenómeno no es accidental; las grandes plataformas no solo explotan nuestra indignación, sino que la fomentan activamente, diseñando algoritmos que priorizan contenido emocionalmente cargado que polariza. De esta forma, nuestra indignación se convierte en una mercancía más, utilizada para generar tráfico y maximizar el compromiso de los usuarios.
El uso de la cólera como herramienta de manipulación va más allá de los simples beneficios comerciales. En muchos casos, la indignación colectiva se convierte en un mecanismo de control social. Al estimular nuestras contradicciones emocionales más viscerales, las plataformas nos mantienen en un estado de invariable agitación, sin permitirnos espacio para la reflexión crítica o la organización efectiva. En lugar de generar movimientos transformadores, la indignación se convierte en una válvula de escape que disfraza el malestar sin discutir las estructuras de poder que lo originan.
El mayor costo social de este fenómeno es que la indignación en las redes sociales rara vez desencadena una transformación profunda. No es un instrumento de cambio, sino una distracción. Aunque pueda generar protestas o manifestaciones momentáneas, rara vez se convierte en una fuerza capaz de transformar realmente las estructuras sociales o políticas. Dominada por la superficialidad y la velocidad, la indignación no tiene el tiempo necesario para cristalizarse en un movimiento coherente, reflexivo y organizado. Es solo un eco que se disuelve antes de generar un impacto duradero.
La verdadera pregunta que debemos hacernos es: ¿Qué estamos haciendo con nuestra cólera? ¿Qué pasa con dolor de la angustia? ¿Qué nos mantiene tan alejados y dispersos? ¿La estamos utilizando para generar un cambio real, o simplemente alimentamos el ciclo de inmediatez y superficialidad, quedándonos atrapados en el espectáculo mientras las verdaderas injusticias siguen sin resolverse? En lugar de ser una fuerza movilizadora hacia el cambio, se ha convertido en una mercancía más que alimenta el sistema, manteniéndonos distraídos y divididos. Si queremos que nuestra indignación sea realmente cierta, debemos dejar de verla como un fin en sí misma y empezar a usarla como un medio para generar reflexión profunda y acción transformadora. Solo así podremos escapar de la trampa de la indignación vacía y comenzar a construir un futuro más equitativo y consecuente.
Manchamanteles
La indignación, en la era digital, ha sido absorbida y amplificada por las plataformas sociales, transformándose en un espectáculo en constante expansión. En lugar de ser una respuesta reflexiva ante la injusticia, la indignación se ha convertido en un producto de consumo rápido, tan efímero como las tendencias virales. Expresiones como “cancelar” a alguien o “tirar odio” han tomado protagonismo en la cultura pop, donde la indignación no busca la reflexión, sino la validación instantánea. Figuras públicas, marcas y usuarios se ven atrapados en esta espiral, alimentando el ciclo de enojo sin debatir sus raíces o implicaciones. Al final, la indignación se convierte en una “tendencia”, más un acto performativo para pertenecer a una herramienta real de cambio.
Narciso el obsceno
La irritación, alimentada por el narcisismo digital, se convierte en un reflejo vacío de nuestro ego, donde el deseo de ser visto y validado opaca la verdadera posibilidad de cambio.