Alejandro Rodríguez Cortés*.
Nunca entendí por qué Rogelio Ramírez de la O aceptó ser el Secretario de Hacienda de Andrés Manuel López Obrador. Dicen que a un presidente de la República no se le puede decir que no, pero don Rogelio lo hizo por lo menos en un par de ocasiones antes de que asumiera como titular de las finanzas nacionales a mediados de 2021.
Razones tenía, y de sobra, para no llegar al ala norte de Palacio Nacional: era un consultor privado dueño de su propia firma, que tenía como clientes a importantes empresas multinacionales con intereses en México, poseedor de un prestigio profesional nada desdeñable y con ingresos más que suficientes para vivir bien y tranquilo.
Amigo del fundador de la mal llamada Cuarta Transformación, el trabajo en Ecanal -su empresa- no se vio afectado por participar como consejero en la vacilada de aquel gabinete legítimo que AMLO configuró luego de su primera derrota electoral en 2006, ni por permanecer cerca del tabasqueño como asesor en el segundo descalabro de 2012 o en la campaña ganadora del 2018.
Creo que acertó cuando decidió no incorporarse desde el inicio al gabinete del desastre, ese mal fario que comenzó inmediatamente con la cancelación de la obra que nos daría un nuevo aeropuerto de clase mundial. Ese hecho desencadenó el declive económico mexicano del que los miembros y aplaudidores de la 4T culpan a la pandemia.
Quizá por el rebote económico que era lógico viniera tras la emergencia sanitaria, Ramírez de la O aceptó finalmente ser Secretario de Hacienda a partir de junio de 2021, pero nunca las tuvo todas consigo: no logró consolidar a su propio equipo ni ser un actor influyente -aunque parezca increíble por la cartera que ocupaba- en el devenir del malogrado sexenio.
Por complicidad o por omisión, el hoy ex secretario es responsable de uno de los despilfarros de dinero público más escandalosos de los que se tenga memoria en México. A partir de resultados electorales que no fueron los que esperaba el régimen en 2021, nuestro país entró en una vorágine infinita de irresponsabilidad fiscal para cubrir el monumental costo de las dos prioridades del gasto público obradorista: terminar sus obras insigna y -sobre todas las cosas- repartir dinero a diestra y siniestra con el único fin de comprar voluntades, lealtades políticas y votos.
Independientemente de lo político, que configuró así una elección de Estado para que ganara la candidata oficial, Claudia Sheinbaum, la borrachera se ocultó primero con un criminal recorte a los gastos de salud, educación y mantenimiento de infraestructura para luego -inevitable- eso se financiara con deuda.
Y así, el gobierno que juró ser diferente por no endeudarse, cerró el sexenio con un saldo en contra de 17 billones de pesos (en 2018 esa cifra era de 10 billones), con un monstruoso déficit fiscal equivalente a 6 puntos del Producto Interno Bruto, y un crecimiento económico promedio anual de menos del uno por ciento, el peor en 40 años.
Esas son las cuentas del “Benemérito” secretario de Hacienda y Crédito Público al que Sheinbaum le pidió quedarse unos meses transicionales para “calmar a los mercados”, que ya habían descontado la frágil situación económica mexicana y que le apostaban a dos cosas: que la presidenta con A corrigiera el rumbo y que Donald Trump no ganara las elecciones en Estados Unidos. Con ello, México podría aprovechar el fenómeno “nearshoring” y retomar la senda positiva de la economía.
Pero nada de ello sucedió. Y 5 meses después, Rogelio Ramírez de la O regresa a su consultoría, con pesadas cuentas en la espalda y un prestigio minado por la implacable realidad cuyo culpable -como la pandemia hace 6 años- será ahora el arancefílico Trump, aunque el destino nacional estuviera escrito aún antes de su regreso.
Edgar Amador Zamora se sacó la rifa del tigre. Como hace casi 4 años pensé y escribí en relación con su antecesor, no entiendo cómo aceptó ese cargo. Pero ya veremos lo que pase.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista
@AlexRdgz