Raúl Flores Martínez.
El cambio de sexenio en México fue recibido con expectativas renovadas y promesas de transformación. Sin embargo, en materia de violencia y seguridad, la realidad parece inmune a los discursos políticos y las buenas intenciones.
La cifra de muertos, los enfrentamientos y la guerra entre grupos delictivos como “Los Mayos” y “Los Chapitos” continúa siendo una constante lacerante en el paisaje nacional.
La lucha intestina entre estas facciones del Cártel del Pacífico/Sinaloa ha dejado un reguero de sangre en estados como Sinaloa, Sonora y Baja California. A pesar de los operativos de seguridad desplegados, la estrategia del gobierno parece insuficiente para contener una espiral de violencia que se alimenta de intereses económicos, rencores internos y una impunidad que se mantiene firme.
Cada enfrentamiento, cada emboscada y cada ejecución no solo afecta a los involucrados directos, sino también a comunidades enteras que viven con el miedo como compañero constante.
El discurso oficial de Claudia Sheinbaum o Omar García Harfuch con frecuencia, se queda corto frente a los hechos. Los datos fríos y desalentadores de homicidios dolosos contrastan con los anuncios de “avance” en seguridad. Si bien algunos estados reportan una disminución en ciertos delitos, la realidad es que el poder de los cárteles se ha atomizado, llevando la violencia a rincones antes considerados ajenos a esta dinámica.
Los vacíos de poder generados por la captura o muerte de líderes delictivos no resuelven el problema; al contrario, generan nuevas pugnas que agravan la situación.
Resulta inevitable cuestionar si las estrategias de seguridad han sido verdaderamente efectivas o si solo se han limitado a administrar el problema. Las promesas de abrazos y no balazos, aunque bien intencionadas, chocan con una realidad que exige medidas contundentes y coordinadas, no sólo en el ámbito federal, sino también en el estatal y municipal.
La corrupción, la falta de capacitación policial y la complicidad en varios niveles del gobierno siguen siendo lastres que impiden avanzar hacia una paz verdadera. Mientras tanto, la sociedad civil permanece atrapada en una narrativa que la convierte en espectadora de un conflicto sin fin.
Las víctimas, cuyos nombres rara vez aparecen en titulares, son el recordatorio constante de que cada día que pasa sin una solución efectiva es una derrota colectiva. ¿Cuántos sexenios más deben pasar para que el país pueda mirar atrás y ver un cambio real?
México necesita algo más que discursos; necesita una estrategia integral que ataque las causas profundas de la violencia: desigualdad, pobreza, impunidad y corrupción. Sin esto, los nombres de los cárteles pueden cambiar, los gobiernos pueden rotar, pero la tragedia seguirá siendo la misma. La urgencia de un cambio real no puede ser más evidente: el tiempo de las excusas se ha terminado.