Boris Berenzon Gorn.
A la memoria de Helena Beristáin
Decía mi maestra Helena Beristáin, una de las mujeres más sabias, cultas y comprometidas que he tenido el placer de conocer y aprender, que uno de los errores postrevolucionarios —quizá sin intención— fue el olvido o menosprecio de la retórica y su estudio, pues en ella se encuentran los grandes secretos y algunas de las claves de la historia, la cultura y la política. Helena, una gigante del conocimiento del siglo XX, me resulta imposible imaginar qué pensaría del uso contemporáneo del término narrativa, tal como se emplea hoy en día, pero lo que sí sé es que, como autora del prestigioso Diccionario de retórica y poética, investigadora emérita de la UNAM y fundadora del Seminario (hoy Centro de Poética) del Instituto de Investigaciones Filológicas, habría tenido mucho que decir sobre la narrativa del poder, que tanto le interesó junto del albur y la poesía; tres de las grandes perspectivas del lenguaje en nuestro país.
En los últimos días, Donald Trump, presidente electo de los Estados Unidos, ha vuelto a ocupar titulares, no solo por su figura política controvertida, sino también por su capacidad para avivar debates globales que giran en torno a la política, la economía, el racismo y las relaciones internacionales. Sus declaraciones no solo refuerzan las divisiones políticas internas de Estados Unidos, sino que también tocan temas mucho más profundos, como el racismo, la supremacía, la cultura y la diplomacia, especialmente en el contexto de su relación con México. Estos temas, exacerbados por su retórica que polariza, han provocado un fenómeno que puede analizarse desde múltiples perspectivas: el terrorismo verbal, las amenazas veladas, la crisis económica y social, y el papel de la cultura como respuesta ante el caos. En este contexto, la cultura mexicana no solo emerge como un referente de resistencia, sino también como una herramienta de unidad frente a un discurso destructivo.
Una de las principales características del discurso de Trump ha sido su constante uso del terrorismo verbal: una retórica agresiva que busca desestabilizar emocionalmente a sus oyentes. En lugar de fomentar un debate civilizado y constructivo, Trump recurre a una narrativa cargada de acusaciones directas y calificativos despectivos que apelan al miedo y a la indignación. La repetición de términos como “enemigos de la nación” o “traidores”, junto con la acusación de que los medios de comunicación y las élites están controlados por intereses ajenos al pueblo, se ha convertido en una herramienta para generar una atmósfera de hostilidad. Este tipo de discurso no solo descalifica a los adversarios políticos, sino que los presenta como una amenaza existencial para la nación, lo que agrava aún más la división dentro de la sociedad.
Las amenazas veladas son también una constante en sus intervenciones. La ambigüedad de sus mensajes —como aquellos en los que insinúa la existencia de una “conspiración global” sin especificar nombres— deja espacio para que sus seguidores interpreten estas sugerencias como un llamado a la acción, incluso cuando la amenaza directa no se menciona explícitamente. Esto ha alimentado el miedo, la paranoia y el descontento en sectores conservadores, quienes perciben a las figuras de la oposición y a las instituciones como enemigos a derrotar.
Racismo y supremacía: el discurso divisivo. El racismo y la supremacía han sido ejes fundamentales en la retórica de Trump, aunque no siempre de manera explícita. A lo largo de su anterior mandato, y en lo que lleva de su nuevo periodo, Trump ha sido criticado por sus comentarios despectivos hacia los inmigrantes latinos, particularmente mexicanos, a quienes ha calificado de “criminales” y “violadores”. Estos comentarios no solo alimentan la xenofobia, sino que también han sido interpretados por muchos como un respaldo tácito a movimientos de supremacía blanca. Dichos movimientos se han sentido validados por su retórica, que los ha incentivado a salir del margen de la sociedad para tomar protagonismo, a menudo con consecuencias violentas.
Lo más alarmante es que Trump no ha rechazado abiertamente las posturas supremacistas cuando se le ha cuestionado, como ocurrió durante los disturbios de Charlottesville en 2017, cuando sus comentarios minimizando la violencia de los supremacistas blancos fueron ampliamente criticados. Esta ambigüedad ha contribuido a crear un clima de tolerancia hacia ideologías extremas. Aunque muchos de sus seguidores rechazan el racismo explícito, no cabe duda de que el discurso de Trump ha creado un terreno fértil para estas ideologías en la sociedad estadounidense.
Ruptura con el establishment de los EE. UU. Uno de los elementos más significativos de la presidencia de Trump ha sido su constante y aparente deslegitimación del “establishment” estadounidense. Trump se presenta como un outsider, un líder ajeno a las élites políticas y económicas del país. Este mensaje resuena con una parte importante de la población que siente que el sistema político tradicional no representa sus intereses. Sin embargo, esta ruptura no es que más que una estrategia para apoderarse de un poder que, en muchos casos, busca mantener el control sobre las instituciones y los medios de comunicación.
Al rechazar las normas establecidas, Trump no solo atacó a los demócratas y republicanos tradicionales, sino también a las instituciones que habían definido la política estadounidense durante décadas, tales como el sistema judicial, el Congreso y la prensa. En lugar de promover un cambio constructivo, su discurso generó más desconfianza y polarización, alimentando la idea de que el sistema estaba corrupto y era incapaz de satisfacer las necesidades de la “gente común”. Esta retórica de ruptura, sin embargo, no trajo consigo un cambio real en la estructura de poder, sino que exacerbó las diferencias ideológicas y políticas.
Crisis económica, política y social: el juego de los rudos. Trump ha sido acusado de exacerbar las crisis políticas, sociales y económicas que afectaron a Estados Unidos durante su mandato y lo que va para su nuevo gobierno, su enfoque en la confrontación y el “juego de los rudos” ha deteriorado aún más las relaciones interpersonales y la cohesión social dentro del país. La pandemia de COVID-19 y las tensiones raciales, especialmente tras la muerte de George Floyd, evidenciaron las fracturas dentro de la sociedad estadounidense, pero Trump, lejos de promover un enfoque inclusivo o de sanación, opta por fomentar la división, el resentimiento y la polarización. En lugar de liderar con empatía, recurre de nuevo a la provocación, consolidando a sus seguidores en un espacio de “nosotros contra ellos”.
Este comportamiento tuvo y tiene consecuencias profundas en la economía, con un aumento de la desigualdad social, una crisis laboral y un debilitamiento de la confianza en las instituciones financieras. Trump manejó la crisis económica mediante medidas proteccionistas y fiscales que favorecían a las grandes corporaciones, mientras que las clases medias y bajas se vieron abandonadas a su suerte.
El valor de la cultura: la respuesta mexicana. En este escenario de caos, la cultura emerge como un espacio de resistencia. Frente a las divisiones políticas y sociales, la cultura se presenta como una herramienta poderosa para la unidad y la reflexión. En particular, la cultura mexicana ha jugado un papel fundamental, ya que no solo ofrece una visión sólida de la identidad nacional, sino que también constituye un modelo de resistencia frente a las tensiones externas.
La riqueza cultural de México, que abarca desde las tradiciones de los pueblos originarios hasta sus expresiones contemporáneas, demuestra la capacidad de un pueblo para sobrevivir y prosperar a pesar de los intentos de despojarlo de su identidad. La gastronomía, la música, el cine, las festividades y, sobre todo, la historia de lucha y resistencia del pueblo mexicano, ofrecen una respuesta profunda a las visiones excluyentes de figuras como Trump. La cultura mexicana no es solo un símbolo estético, sino también un testimonio de la capacidad de un pueblo para mantener su ser frente a los embates del poder y la opresión.
Las recientes declaraciones de Trump, cargadas de retórica divisiva, amenazas y racismo, no solo reflejan una crisis política interna, sino también un desafío global en términos de valores culturales. Frente a su discurso destructivo, la cultura mexicana emerge como una respuesta poderosa: un símbolo de unidad, resistencia y sensatez. En un mundo polarizado, la tradición cultural mexicana nos recuerda la importancia de la prudencia, la diplomacia y, sobre todo, la grandeza que reside en la diversidad. Solo a través de una visión inclusiva y respetuosa, que valore la riqueza de nuestras tradiciones y la unidad de nuestras culturas, podremos superar los desafíos del presente. Mañana en nuestro primer rizo del 2025 pensaremos en la migración.