Raúl Flores Martínez.
México enfrenta una crisis de dimensiones devastadoras: se ha convertido en el país con más casos de abuso sexual infantil en el mundo, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico y el Senado de la República.
Cada año, más de 4.5 millones de niños y niñas son víctimas de este crimen, lo que debería generar una alarma colectiva, pero parece quedar relegado en la agenda política y social.
La Oficina de Defensoría de los Derechos de la Infancia documentó en su reciente informe “Es un secreto. La explotación sexual infantil en escuelas” un panorama escalofriante de abuso en instituciones educativas, tanto públicas como privadas, en estados como Ciudad de México, Jalisco, Estado de México, Baja California, Morelos, San Luis Potosí y Oaxaca.
Estos espacios, que deberían ser seguros para el desarrollo y aprendizaje de los niños, se han convertido en escenarios de violencia extrema. En 18 planteles preescolares investigados, se identificaron patrones de abuso ejercidos por maestros, directivos, personal administrativo e incluso de intendencia.
El reporte detalla cómo niños y niñas de apenas 3 a 7 años fueron agredidos sexualmente dentro o fuera de las escuelas. Las cifras son perturbadoras: 37 menores reportaron tocamientos inapropiados, 11 describieron actos equivalentes a violación, 8 sufrieron agresiones físicas, y otros narraron experiencias de exhibicionismo, amordazamiento o abuso perpetrado frente a otros menores.
El informe también revela casos de obligación a observar actos sexuales entre adultos y niños amarrados mientras eran violentados. La magnitud y crueldad de estos actos evidencian una profunda falla estructural en los sistemas de protección infantil.
Esta situación refleja no solo la impunidad y el encubrimiento de agresores, sino también la falta de mecanismos eficaces para prevenir y atender el abuso sexual infantil. Las autoridades educativas y judiciales tienen una responsabilidad ineludible, pero hasta ahora han demostrado una preocupante inacción.
La ausencia de protocolos adecuados y la negligencia institucional perpetúan el ciclo de violencia y revictimización.
Es urgente que se adopten medidas contundentes para abordar esta crisis. La capacitación del personal educativo en detección de abusos, la implementación de protocolos estrictos de protección, y el fortalecimiento de las instituciones encargadas de la procuración de justicia son pasos imprescindibles.
Además, se debe fomentar una cultura de denuncia y apoyo a las víctimas, así como garantizar que los responsables enfrenten las consecuencias legales de sus actos.
El silencio no puede seguir siendo la norma. Como sociedad, tenemos la obligación de proteger a los niños y niñas de nuestro país. Cada día que pasa sin acción, millones de menores quedan expuestos a una realidad que marcará sus vidas para siempre.
La pregunta no es si podemos cambiar esta situación, sino si estamos dispuestos a hacerlo. Es momento de alzar la voz y exigir justicia para las víctimas y un futuro libre de violencia para nuestras infancias.