Rubén Cortés.
Es Truman Capote quien mejor escribe sobre la Navidad: sugestiva en su tristeza reflexiva, descrita desde un rincón escondido de la memoria. Susurro de luces, aroma a canela: su Navidad es exclusiva de la Luisiana profunda. Pero él la hace universal.
En Tres Cuentos, es un bálsamo o una herida. Incluye Una Navidad, Un recuerdo navideño y El invitado del Día de Acción de Gracias. Me gusta Un recuerdo navideño, la historia de Buddy, un niño de siete años, y su prima Sook, de 70, que es una niña eterna.
Su amistad, es la de las personas ignoradas. Sook, considerada una carga familiar, es la figura central y enseña a Buddy las lecciones de su vida: la importancia de la bondad, el valor de la creatividad, y la alegría de dar sin esperar nada a cambio.
Buddy y Sook hacen pasteles en Navidad. “Es un día perfecto para hacer pasteles”, dice Sook, y su anuncio transforma lo cotidiano en eterno. Además, los rodea el paisaje navideño del imaginario popular, aunque quienes la celebren vivan en el trópico o el páramo:
“La escarcha helada da brillo al pasto; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo salvaje. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza”.
En Un recuerdo navideño, hay algo hierático en las cosas simples: nos arrastra hacia la infancia, ese lugar donde todo era más puro y, al mismo tiempo, más frágil. Y Truman Capote lo describe con precisión de periodista y ternura de poeta.
Porque, en Buddy y Sook, hornear pasteles trasciende la tarea doméstica: es un acto de amor, un intento por conservar algo en un mundo sencillo, que se complica demasiado rápido. “Es un día perfecto para hacer pasteles”, dice Sook. Y eso es fascinante.
Retomo la frase, la mejor oración del cuento: “Es un día perfecto para hacer pasteles”. Porque con esas palabras, Sook transforma lo cotidiano en eterno. Y regresamos a un tiempo en que todo era más lento, más sincero, más humano. Como este párrafo:
“Estoy vestido con pantalones de pana y un suéter gastado. Me asomo por la ventana de la cocina y veo a mi amiga, una mujer con más de sesenta años, que lleva un vestido de algodón casero y zapatillas de tenis. Su rostro es alargado y esquelético; su pelo, escaso, parece como un fuego desatado. Siento que me llama, una voz tan entusiasta como el ladrido de un perro, pero tan melodiosa como su voz puede serlo: ‘¡Es tiempo de hacer pasteles de frutas!’”
Me recuerda a cuando no necesitaba decir nada para ser entendido.
A la versión más pura de mí mismo.