La leyenda de Black Bill

Rubén Cortés.

 Black Bill se quedó tuerto la noche en que intentaba cambiar el destino a su vida de negro pobre de La Habana. Buscaba ser como su primo Kid Chocolate, a quien le cabían Manhattan y los mismísimos rascacielos en un bolsillo de su chaleco.

 Disputaba el título mundial gallo contra Midget Wolgast, quien le rompió la retina del ojo izquierdo en el primer asalto.  Con la única luz del ojo sano, Black Bill se batió 14 asaltos más. Perdió por decisión dividida, guiado sólo por el ruido de las zapatillas de Wolgast.

 La derrota acabó su carrera de 123 victorias, 13 derrotas y 13 empates: 20 nocauts. El mundo le cayó encima a Eladio Valdés, su verdadero nombre, aquel 21 de marzo de 1930 en el Madison Square Garden. Y se mató de un tiro en la cabeza en Hell’s Kitchen, donde vivía por medio dólar diario.

 Siempre he querido escribir la historia de Black Bill, desde que me la contaron los negros expúgiles y exreclusos, compañeros de trabajo de mi padre en una fábrica de mosaicos, hasta que los médicos lo jubilaron: la arena sílice le trituró los pulmones.

 La fábrica se encuentra, todavía, en un barrio duro, de santeros y gente del bajo mundo. En ese reparto también hay un cementerio: ahí están la tumba de Pedro Junco, el autor del bolero Nosotros y, a pocos pasos, la de mi madre y mi padre.

 La historia de Black Bill me fascinó porque yo tenía siete años, cuando uno de los negros amigos de mi padre, el exboxeador Carlos Téllez, me dijo que “de verdad” Black Bill se había quedado tuerto por amor.

 —Tenía sífilis. Una mujer se la pegó allá en Estados Unidos. Y la sífilis lo deja ciego a uno. Y lo mata a uno. Ten cuidado cuando te acuestes con una mujer: te mueres si ella tiene sífilis.

 Entonces, la sífilis era escuchada por boca de los mayores como una enfermedad misteriosa: símbolo maligno y despreciado, pero a la vez subyugador, de las consecuencias físicas y morales de los excesos y de los amores desmedidos.

 “El amor, como la sífilis, también conduce a la locura y a la muerte”, escribe Guillermo Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto. La encarnación del deseo y la decadencia, van de la mano con la pérdida y los placeres efímeros. 

Como efímero fue el tiempo de Black Bill. Tenía 27 años cuando se mató. Y, sí: los registros médicos diagnosticaron que padecía de sífilis, que le afectó la visión. Los golpes de Wolgast solo terminaron la zapa de la enfermedad venérea en su organismo.

Eso es la vida: un instante que se desvanece antes de que sepamos vivirlo. 

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