Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
El tres de marzo de 1983 fue jueves. Como cada semana, Amelia Marino llegó al número 8 de Montpelier Square en el barrio londinense de Knightsbridge para las tareas de limpieza. Entró al recibidor y encontró una nota manuscrita que decía, “Por favor no subas al piso de arriba. Habla a la policía y pide que venga”.
Así lo hizo. A poco se presentaron el inspector David Thomas y dos bobbies y en la sala de estar encontraron los cadáveres de Cynthia Jeffries y Arthur Koestler, él en traje de tweed y con un vaso de whisky en la mano. Dos copas de vino con restos de un polvo blanco y un frasco de miel adornaban la mesa. Se habían quitado la vida 36 horas antes, el martes en la tarde, después de que un veterinario durmiera a David, su perro.
En la mesa al lado de Arthur había una nota: “Mis razones para decidir poner fin a mi vida son sencillas y convincentes: La enfermedad de Parkinson y una variedad de leucemia que mata lentamente. He mantenido esta última enfermedad en secreto incluso a mis amigos íntimos para evitarles aflicciones. Después de un declive rápido durante el último año, el proceso ha alcanzado un estado agudo con complicaciones añadidas que me aconsejan buscar mi autoliberación ahora, antes de que sea incapaz de preparar las cosas adecuadamente.”
El New York Times del día siguiente recordaba que en su “agitado viaje por la historia del siglo veinte, con frecuencia el señor Koestler parecía ir delante de su tiempo”.
Así terminaron los días uno de los autores de la izquierda más influyentes de la posguerra y la guerra fría. Sus epígonos dijeron que murió como vivió, sin aceptar interferencias en su destino. Para sus detractores el suicidio fue la consecuencia natural de una vida extraviada.
Lo que nadie atinó a explicar fue por qué Cynthia, treinta años menor y en perfecto estado de salud, acompañó a su esposo en el suicidio. “Le guardaba una mansedumbre patológica” fue el razonamiento de un conocido de la pareja.
Lo mismo santificado por sus posturas progresistas que denunciado como agente de la reacción, criticado por advenedizo a la comunidad intelectual y ridiculizado por sus investigaciones parapsicológicas, Koestler fue sin embargo una de las mentes más originales de su generación. Fenómenos como la caída de la cortina de hierro y la globalización fueron anticipados por él desde los años cuarenta.
Su obra es de un diversidad asombrosa. Si hay libros que no se pueden leer impunemente, Koestler fue autor de varios de ellos. Textos políticos como Oscuridad al mediodía, novelas como Ladrones en la noche y volúmenes autobiográficos como Flecha en el azul y La escritura invisible, marcaron a muchas generaciones. Aún hoy Los sonámbulos y El espíritu en la máquina están en el currículo de las facultades de ciencias.
Propuso que “Todas las evidencias tienden a demostrar que la libido política es esencialmente tan irracional como el impulso sexual, y condicionada, como éste, por experiencias tempranas parcialmente inconscientes”, y que los hombres “Aprenden a pensar a través de los libros y a vivir a través de las mujeres”.
Su vida estuvo marcada por relaciones neuróticas con las mujeres, con los amigos, con la política, con los gobiernos, con el dinero, con su judaísmo y con su sionismo militante. Pese a ello, produjo un notable y profundo testimonio del siglo con el que creció.
Compuso una autobiografía puntillosamente curada para resaltar sus facetas de luchador social, intelectual, novelista y pensador y velar su misoginia, su misantropía, su inseguridad y sus groserías a mujeres y amigos, al grado de que un exasperado biógrafo asegura que lo único que se sabe de él con precisión fue que nació las 8:30 de la mañana del 5 de septiembre de 1905 y pesó 4.8 kilos.
Arthur fue hijo único del ingeniero y lingüista aficionado húngaro Henrik Koestler y de Adele Zeiteles, una mujer voluble y no muy joven a quien la quiebra de su padre parecía haber condenado a la soltería hasta que apareció en escena el guapo -y pobre- Henrik.
La relación filial fue harto conflictiva. En su vida adulta, Arthur descargó su hostilidad hacia su madre con todas las mujeres que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en su camino. Fue un Don Juan desenfrenado y tuvo tres esposas, Dorothy Ascher, Mamaine Paget y Cynthia Jeffries, originalmente su secretaria, quien acompañó sumisamente al más allá al legendariamente infiel y abusivo Koestler.
Esta historia, combinada con su baja estatura y su búsqueda infructuosa de una patria, le cultivaron un complejo de inferioridad que él calificaba como “el más grande y mejor de todos”.
Su ambivalencia con respecto a su condición de judío y los tiempos de conflicto y zozobra previos a la primera gran guerra, lo llevaron a una vida agitada. Sus inicios profesionales fueron en el periodismo en Europa y en el Medio Oriente, principalmente Palestina, en donde se forjó la pasión neurótica que lo ató toda su vida al Estado israelí. De esas experiencias nacieron los libros Ladrones en la noche y Testamento español.
En la Revista de Libros de junio de 2017, Joaquín Leguina recordó:
“Haber aprendido sus primeras letras en un Kindergarten experimental en Budapest y el hecho de que su madre hubiera sido paciente de Freud en Viena no explican, ellos solos, la vida desmedida que llevó Arthur Koestler […]. Siendo todavía adolescente, trabajó en la Viena de entreguerras dentro del movimiento sionista que entonces dirigía Zeev Jabotinsky. Después de irse a un kibutz en Palestina, de ejercer como aparejador en Haifa y de hacerse vendedor de baratijas en un bazar de El Cairo, abandonó el sionismo en 1932 y, de inmediato, se afilió al Partido Comunista alemán, trabajando a las órdenes de Willi Münzenberg.”
A los 22 años ya se le consideraba uno de los reporteros sobresalientes del siglo XX. Durante años se dedicó a organizar y financiar movimientos para el rescate de judíos, en un tiempo en que las élites políticas en occidente preferían cerrar los ojos a ese drama ya para no incomodar a una Alemania fuerte y agresiva, ya por que suponían que la persecución de los judíos era una maniobra propagandística del sionismo.
Se enlistó en la filas republicanas en la guerra civil española y fue hecho prisionero en Málaga. Lo condenaron a muerte y enviado a Sevilla en espera de la ejecución, que se suspendió gracias a la intervención del gobierno británico.
En la prisión, Koestler tiene una epifanía. Comprende que todas las consignas y toda la militancia para aniquilar a los “enemigos de clase” pierden sentido al pasar de militante a víctima. Ahí experimentó lo que llamaría la “sensación oceánica” (Oceanic feeling), algo semejante a una visión cósmica que subyace a toda su obra.
Comunista devoto, la desilusión que le causó el pacto nazi-soviético de 1939 lo llevó a escribir, “Nada hay más triste que la muerte de una ilusión”. Como muchos intelectuales de la época, Koestler veía en el comunismo el camino hacia un futuro mejor para la humanidad y se ahí su decepción, una traición de Stalin a los ideales con los que se había comprometido.
De ese desencuentro nació Oscuridad al mediodía, libro de enorme influencia en donde el paraíso de los trabajadores es revelado como un infierno en la historia del protagonista, Rubashov, calcado de la trayectoria del dirigente bolchevique Bugarín, quien es víctima de las purgas estalinistas y bajo la tortura de la policía secreta se declara culpable de crímenes ajenos.
Koestler fue un judío errante en el sentido literal de la palabra. Vivió en Inglaterra, Francia, Austria, Suiza, Hungría, Palestina, Israel y Estados Unidos. Era un sionista convencido y comprometido, un escritor profundo en unos temas y superficial en otros a quien alguna vez se acusó de ser “gran sintetizador de ideas ajenas” y “pobre productor de ideas propias … un plagiario” … pero dejó una profunda huella e influyó en numerosas generaciones.
Pero no crea el lector que estamos ante una personalidad sombría. No. Koestler tenía fama de anfitrión generoso y divertido, con una cava ad hoc, muy dispuesto a beber y conversar horas y días … siempre y cuando una de sus mujeres estuviese a mano para organizar el convite. Habría que apuntar que no las obligaba a manejar. Esa era su tarea en la que acumuló una larga lista de accidentes automovilísticos y más de una vez fue llevado a la comisaría por manejar en estado de ebriedad.
Hay a lo largo de su obra, como corresponde a un hombre inteligente, una línea conductora de humor. Por ejemplo, un episodio de Euforia y utopía que Arthur atribuye a un amigo cuyo nombre “se le ha escapado, pero sonaba algo así como “Ehrendorf”” … aunque me inclino a pensar que en realidad el protagonista de la historia fue el propio Koestler.
Sucedió durante el carnaval de 1932 en Berlín. Ehrendorf-Koestler conoce a una belleza de 19 años, alegre y desenvuelta, en cuya blusa destaca en rojo una cruz gamada. La convence de acudir a su departamento en donde ella accede a todos los requerimientos eróticos que es capaz de imaginar un hombre joven, creativo y desbordante de hormonas.
En el momento de la culminación, sudorosos y desnudos en una cama vieja y ruidosa, “la muchacha se levantó sobre un codo, extendió el brazo derecho a la manera del saludo de Roma y, en medio de un suspiro y con voz desfalleciente, pronunció un fervoroso: ¡Heil Hitler!” Ehrendorf-Koestler no puede creer el gesto y siente que el deseo lo abandona aceleradamente.
“Cuando se recobró, la rubia le explicó que ella y un grupo de jóvenes amigas habían hecho el voto solemne de recordar al Führer ¡cada vez que se encontraran en el momento más sagrado en la vida de la mujer!”.
Koestler ya no es un autor leído. Incluso durante las reflexiones posteriores al derrumbe de la URSS su nombre no figuró, pese a que Oscuridad al mediodía fue un referente en la corriente del pensamiento crítico anticomunista.
Es posible que ello se deba a que sus intereses intelectuales también fueron, por decirlo de alguna manera, volátiles. En un momento de su carrera dejó de lado los temas políticos y sociológicos para incursionar en terrenos científicos y después en lo oculto y la parapsicología.
Llegó al extremo de instalar en su casa de Londres una compleja báscula electrónica y ofrecer recompensas en efectivo a quien pudiese demostrar capacidad de levitar, medida por el instrumento. Koestler no exigía nada extraordinario, como que se diera una elevación de medio metro. Se conformaba con la perdida de un par de onzas, debidamente registradas en la báscula. Pero de cientos de concurrentes, Arthur sólo pudo consignar un “caso exitoso”.
Esta y otras excentricidades minaron su prestigio, le dieron fama de charlatán y opacaron su obra anterior. Pero sus investigaciones sobre lo material y no material hoy no parecen tan descabelladas, en un mundo en donde es ya moneda corriente el estudio profundo de la relación entre la biología y la ética.
Koestler es un autor que deberíamos recuperar en este mundo en donde los autoritarismos de todo signo y la charlatanería política, nos tienen al borde de abismos medievales.