Jorge Miguel Ramírez Pérez.
“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz. ¿Qué provecho tiene el que trabaja, de aquello en que se afana?” Eclesiastés 3
Este libro dentro de la Biblia: el Qohéleth en hebreo o Eclesiastés es un libro de sabiduría. Algunos eruditos mencionan que de los libros atribuidos al sabio rey Salomón se puede decir que todos, tienen como destinatarios cualquier mujer u hombre que los lee o escucha y mucho más si los aplica a su vida diaria; pero también dicen los conocedores, que hay énfasis en cada uno, por ejemplo: el Cantar de los Cantares tiene un particular enfoque en el amor de esposos; los Proverbios tiene una notoria relevancia para la enseñanza de los jóvenes y el Eclesiastés, para la reflexión analítica de las personas experimentadas que ansían llegar a concluir ideas sólidas para entender el transcurso de la vida.
Por eso la recomendación del Qoheléth es no confundirse en la vida y estimar el recurso del tiempo que, si bien dedicamos primordialmente a las actividades más comunes y corrientes, porque todo tiene su propia importancia y su tiempo marca las diferencias entre factores que nos agradan, como de aquellos que nos disgustan, no son los cotidianos esfuerzos o rutinas las que solamente deberían consumir la vida.
Y se vuelve evidente que no hemos entendido la vida cuando nuestro tiempo está en lo trivial o incluso en algo legítimo como es el compartir el valioso espacio del tiempo en lo que podemos hipotéticamente alcanzar. Porque si bien es cierto que quisiéramos hacer más y usar nuestro tiempo en temas que señalen cierta trascendencia, nuestros alcances reales son limitantes naturales que no podemos escalar.
Es en las crisis cuando los endiosamientos que hace la cultura desde aspectos que tienen reputación de lícitos como las amistades en el mundo, o los enajenamientos del consumismo y el hedonismo desenfrenado; son severamente cuestionados como fines sin el suficiente contenido para aliviar las amenazas que se despiertan cuando las cosas no marchan bien.
Porque una de las esperanzas en las que la sociedad moderna finca su estabilidad económica, social, y cultural, es indudablemente la acción del estado que, entre muchas cosas, ofrece en estos tiempos algo imposible de producir de parte de su esencia y sus extremidades burocráticas: la felicidad
Hoy el estado se erige como la estatua de mayor veneración a cuyos pies tiene esculpida una promesa que naturalmente está incapacitada a cumplir, una enorme falacia: dame todo y te daré el proyecto de felicidad que te corresponde según -supuestamente desde la visión marxiana- a tus capacidades y más adelante a tus necesidades.
Pero esa falsedad se produce porque hay decisiones que a diario se toman y que nos afectan, pero pocos reparan que muchas de ellas, de modo específico tienen un origen en un tiempo en el que fuimos omisos para pensar que se definían asuntos en los que pudimos intervenir con decisiones al menos medianamente acertadas, pero o no apreciamos sus consecuencias o nos abstuvimos de indagarlas suficientemente para obtener certeza del asunto.
Y es en este contexto cuando las crisis que retumban en las informaciones cotidianas que marcan rumbos adversos que obstaculizan nuestras expectativas, es cuando urge la revisión de nuestro contexto que hace agua y no ofrece soluciones.
En ese examen del tiempo que dedicamos a lo rutinario que se ve cuestionado o a las ambiciones voluntaristas, es el momento en el que surca por la cabeza la poca utilidad práctica de los gobiernos para devolver la estabilidad perdida. La estatua se ve corroída y sin posibilidad de mantenerse en pie.
Entonces agotados los recursos de la falacia nos queda solamente una roca de eternidad, recurrir a Dios, clamar usando el tiempo para arreglar cuentas y poder recomenzar, desde una perspectiva espaciosa, la del perdón.
Por eso el Eclesiastés cierra con esta frase impactante: “Porque Dios traerá toda obra a juicio, junto con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala”.