Rubén Cortés.

Estábamos en la casa del exilio de Haydee Milanés. Su hija, Haydesita, subió a bañarse y empezó a cantar bajo la ducha. Era un gorjeo dulcísimo. Nos envolvió un manto misterioso; mientras el trino de la nieta de Pablo Milanés bajada y ascendía como una paloma que se suspende con las alas abiertas.

No escuchaba cantar bajo ducha desde que mi madre cantaba boleros, aunque decir ducha es un decir. Mami extraía el agua con un jarro de una cubeta. En casa no había ducha. Pero teníamos su voz, cantando que, en el tronco de un árbol una niña grabó su nombre, henchida de placer.

Hacia la cayería del oeste había un rojo atardecer. El canto de la niña escapó por la ventana y se esparció en la llamarada. Habría querido grabar la entonación. Pero, cuando la vida te abre su estuche de maravillas, mejor guarda el hecho en la memoria: no estropees la magia con inventos de ciencia.

Recordé la fábula del monje que copiaba y decoraba manuscritos. Un amanecer salió al jardín del monasterio y vio un ave en una rama: era poco más grande que una paloma, con plumas de color verde esmeralda y moradas; la cola, azul y roja.

Lo que más llamó su atención fue el trino, que envolvía la aurora con sonidos líricos y de poderoso volumen. El ave brincó y el monje la siguió. Permaneció muy quieto mirándola y escuchándola, hasta que desapareció. El suceso duró un minuto.

El monje regresó alegre a la abadía. Pero se asombró: el claustro estaba quemado por el paso del tiempo y de todos los vientos y de todas las lluvias. No conocía a ninguno de los monjes, que tampoco lo conocían a él.

Se presentó con el abad, quien también le resultó desconocido. El monje insistió en que vivía allí. El abad buscó su nombre en el libro y, sí, había vivido allí: pero hacía 200 años. El abad pensó que era un enviado de las brujas, y lo condenó a morir incinerado.

Cuando el monje se sintió abrasado, recordó al hermoso pájaro y comprendió que el minuto que observó su plumaje y oyó su canto había durado 200 años. Entonces, mientras ardía en la hoguera, se dijo, feliz: “Éste es el precio que he pagado por conocer el paraíso”.

El canto de Haydesita, aquella tarde fue el paraíso. Haydee, su esposo Alejandro, y yo, lo sabíamos, como saben los instintos que vivimos un minuto singular de nuestras vidas. Alejandro y yo empezamos a hablar de naderías. Pero hay días en que los duendes vuelven.

Porque Haydee comenzó a solfear, con su voz cristalina, noble y llena de amores.

Si pones atención, el paraíso está en cualquier tarde de sol.

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