Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas
De tarde en tarde llega a nuestras manos un libro que se nos mete al corazón y a las entrañas y nos conmueve hasta las lágrimas. Todo lector ha vivido esta experiencia por lo menos una vez en la vida … y hay afortunados que la experimentan una y otra vez.
Llora, el país amado, del sudafricano Alan Stewart Paton, es una de esas obras. Supe de ella por las memorias de un periodista gringo, aunque debo apuntar que en materia de lecturas, como dijera Edmundo Valadés, no hay casualidades.
La novela se desarrolla en el terrible entramado del apartheid, la brutal doctrina social, política y económica sudafricana que confinó a las poblaciones originales negras a campos de concentración llamados poblados nativos en las regiones más depauperadas del país, las condenó a una vida al servicio de la población blanca y les canceló toda posibilidad de igualdad o progreso.
Este régimen, tan deleznable como el nazismo, llegó al extremo de llevar a una asamblea de las Naciones Unidas el argumento de que estaba “científicamente comprobada” la inferioridad de los negros y por lo tanto su incapacidad para integrarse a una sociedad blanca superior, lo que justificaba la dominación blanca.
Es la historia conmovedora de Stephen Kumalo, un sacerdote negro que abandona su iglesia en el pequeño pueblo de Ixopo para buscar en Johannesburgo a su hijo y a su hermana, de quienes no ha tenido noticias en varios años. En la ciudad descubre que su hermana es una prostituta desvencijada y triste y que su hijo ha asesinado al primogénito de un ranchero blanco de Ixopo. Regresa a su pueblo con el hijo de su hermana y la novia embarazada de su hijo preso y debe enfrentar al ranchero, su vecino.
En Johannesburgo, Kumalo es abrumado por los horrores de una sociedad en la que es menos que una morusa pese a, o a consecuencia de, su condición de anciano, negro, pobre y sacerdote.
En su luido y pringoso traje y alzacuellos a punto de desbaratarse, lleva al lector por las calles de la gran ciudad y las colonias negras en donde uno casi puede oler la pestilencia del hacinamiento y sentir el temor a la autoridad, las oleadas de la desesperanza, las punzadas del hambre y la amenaza latente del crimen y la violencia.
Pero en este sombrío panorama nunca deja de brillar una luz de esperanza. Un sacerdote blanco se da a la tarea de ayudar a Kumalo. El pequeño hijo de la hermana prostituta es rescatado. La niña embarazada por el hijo asesino encuentra en Kumalo a un protector. Y el papá de Arthur Jarvis, el blanco a quien Absalom Kumalo asesina de un tiro cuando es descubierto robando su casa en compañía de otros jóvenes, al final comprende, en medio de su dolor, las razones por las que su vástago se había entregado a la causa de la defensa de los derechos de los negros.
Son muchos los pasajes del libro que le hacen a uno sentir un vacío en el estómago. El lector, aunque no esté familiarizado con las características del apartheid, entiende de inmediato, sin panfletismos, las manifestaciones de esa política. Me parece admirable que la obra de Paton, publicada hace 76 años, se mantenga tan cercana a un lector actual. Es un producto espléndido de la larga tradición literaria sudafricana, tanto en afrikaans como en inglés, que en México tan poco conocemos.
Alan Paton nació en Pietermaritzburg, Natal, África del Sur, en 1903, unos siete meses después del fin de la guerra de los bóer. Su padre, un inmigrante escocés, era estenógrafo de los juzgados y aspirante a poeta. La familia de su madre era la tercera generación de colonos británicos en Natal.
Sus primeros recuerdos fueron de la belleza del mundo a su alrededor, el esplendor de las flores y el trinar de los pájaros. También se deleitaba en las palabras y en los cuentos, incluyendo las narraciones bíblicas que sus padres, estrictos cristadelfianos, le leían. Su padre era poco ilustrado pero muy devoto y azotaba a sus hijos para hacerlos hombres de bien. Alan fue un lector precoz y de niño descubrió a Scott, a Dickens y a Brooke.
Esta formación lo convirtió en un radical opositor a la violencia y a los castigos, rasgo que habría de singularizarlo como maestro, político y escritor.
Después de la universidad, Paton dio clases de preparatoria y en 1935 fue nombrado director del Reformatorio Diepkloof, en donde estuvo 13 años. En 1946 se costeó un viaje para estudiar institutos correccionales en varios países. En una habitación de hotel en Trondheim, Noruega, comenzó a escribir Llora, el país amado y concluyó la novela el día de Navidad del mismo año en San Francisco. A su muerte en 1988 se habían vendido más de 15 millones de ejemplares y llevada dos veces a la pantalla, en 1951 y en 1995.
El profesor Edward Callan de la Western Michigan University, nos recuerda que “Paton transformó Diepkloof en un lugar en donde los muchachos podían estudiar y aprender un oficio, y en donde aquellos que se habían ganado la confianza podían acceder a empleos pagados en el exterior. Sin ningún precedente con el cual guiarse, decidió utilizar la libertad como instrumento de reforma.
Pero no todos los observadores del experimento de Paton en Diepkloof estaban impresionados por su éxito. El Dr. Hendrik Verwoerd, editor del diario Die Transvaler, quien con el tiempo sería primer ministro sudafricano, lo describió como un lugar “para el apapacho más que la educación; el lugar, de hecho, en donde uno se dirigía con un ‘por favor’ y un ‘gracias’ a los señores negros”. En 1958, cuando Verwoerd se convirtió el primer ministro, Diepkloof fue clausurado y sus 800 jóvenes internos enviados a sus territorios de origen y colocados como trabajadores de ranchos blancos.
Paton inició su recorrido por instituciones correccionales en Suecia. Leyó Las viña de la ira de Steinbeck mientras se encontraba en Estocolmo, y cuando comenzó a escribir su propio libro adoptó el método de Steinbeck de representar los diálogos con un guion inicial. También aprovechó para viajar a Noruega y visitar en Trondheim el escenario de una novela que le interesaba, Bendición de la tierra de Knut Hamsun.
Paton continuó escribiendo, sobre todo en la noche, mientras cumplía un itinerario de reuniones y visitas profesionales. La concluyó la víspera de Navidad en San Francisco, California. Allí, en una reunión en las oficinas de la Sociedad de Cristianos y Judíos, conoció a Aubrey y Marigold Burns, quienes le brindaron su amistad, leyeron su manuscrito, y se propusieron encontrarle un editor.
Llora, el país amado fue publicado en Nueva York en febrero de 1948 sin mucha publicidad, pero fue reseñado por críticos importantes, los lectores la recomendaron de boca en boca, y las ventas aumentaron rápidamente. Maxwell Anderson y Kurt Weill produjeron una versión musical, “Perdido en las estrellas”, y Alexander Korda la filmó. Desde que fue escrita, la novela ha vendido millones de copias, con traducciones a unos veinte idiomas, entre ellos el zulú y el afrikáans.
Llora, el país amado tuvo una recepción ambivalente en Sudáfrica. Muchas personas de habla inglesa admiraron la belleza de sus pasajes líricos, pero no todos reaccionaron con simpatía a su representación del decaimiento social en las hacinadas poblaciones negras, o a su insistencia en la necesidad de compasión y de restauración.
Con la excepción de Die Burguer, ningún periódico en lengua africana de Ciudad del Cabo la reseñó. Muchos afrikáners se hubieran disgustado al leerla. Como la esposa del primer ministro, quien dijo a Paton en la premier sudafricana de la película: “En verdad, señor Paton, ¿usted realmente piensa que las cosas son así?”
Al comentar en 1982 el pasaje del cual la novela toma su título: “Llora, el país amado, por el niño no nacido que es el heredero de nuestro miedo. Que no ame demasiado la tierra”, Paton dijo: “Me asombra a veces que esas palabras fueran escritas en 1946 y que haya tomado a muchos blancos sudafricanos treinta años para reconocer su verdad, cuando los jóvenes negros comenzaron a alzarse en la gran ciudad negra de Soweto el 16 de junio de 1976, un día después de lo cual, de todos los cientos de miles de días de nuestra historia escrita, nada sería lo mismo otra vez”.
En una conferencia en el Instituto Sudafricano de Relaciones Raciales en 1985, comentó:
“En épocas como la actual es fácil perder la esperanza. Nadezhda Mandelstam, cuyo esposo, el poeta Osip Mandelstam, murió en 1938 en un “campo de transito” en Vladivostok, escribió un libro acerca del sufrimiento indescriptible de su vida bajo Stalin. A este libro ella lo llamó Esperanza contra la esperanza. Después de la muerte del poeta ella escribió un segundo libro, y deseó que se llamara Esperanza abandonada. En Sudáfrica todavía estamos escribiendo el primer libro. Confiamos en que nunca tendremos que escribir el segundo”.
La historia de Paton recuerda la inscripción en una placa de una antigua iglesia de Yorkshire: “En el año de 1652, cuando en toda Inglaterra todas las cosas sagradas eran profanadas o descuidadas, esta iglesia fue construida por Sir Robert Shirley, cuyo especial elogio es haber hecho lo mejor en los peores tiempos y haberlo deseado en los más calamitosos”