Boris Berenzon Gorn.
En un mundo donde las pantallas se han convertido en ventanas a nuestra realidad, nos encontramos inmersos en un océano de información y vínculos de todo tipo. La manera en que nos comunicamos y comprendemos a los demás ha cambiado radicalmente en esta era digital. Las redes sociales, lejos de ser meras herramientas de vinculación, han transfigurado nuestras identidades y dado vida a nuevas comunidades. Esta metamorfosis plantea una pregunta inquietante: ¿a qué costo?
La urgencia de abordar la cultura digital es innegable, especialmente en un contexto marcado por desafíos globales como la crisis climática y los movimientos sociales. Es fundamental implementar políticas culturales inclusivas que garanticen un acceso equitativo a las tecnologías digitales, permitiendo que las voces menos representadas se expresen en el ámbito cultural. Además, es esencial desarrollar propuestas educativas para que las comunidades participen activamente en el diálogo cultural, promoviendo un entorno que valore la diversidad.
La cultura digital ha emergido como un rasgo distintivo de nuestra era contemporánea, convirtiendo a los usuarios de simples consumidores en productores activos de contenido. Esta participación enriquece las narrativas culturales y amplifica voces marginadas, aunque la abundancia de información también dificulta discernir entre hechos y desinformación, afectando el discurso público. En el ámbito político, las redes sociales han revolucionado la movilización, permitiendo que movimientos como Black Lives Matter y #MeToo se organicen y ganen visibilidad, desafiando el control de narrativas tradicionales y facilitando la discusión global de temas relevantes. El entorno digital, entonces, conlleva riesgos significativos, como la manipulación de información y el uso de bots, que pueden influir en la opinión pública y aumentar la polarización ideológica. Los algoritmos que filtran nuestro contenido pueden crear cámaras de eco, limitando nuestra exposición a opiniones diversas. Esto plantea interrogantes sobre la salud de la democracia y el papel de los ciudadanos digitales en los procesos políticos, culturales y artísticos.
La era digital ha creado un panorama donde coexisten mundos “reales” e “imaginarios”. Esta dualidad puede entenderse a través de conceptos psicoanalíticos como el consciente y el inconsciente. El inconsciente representa nuestros instintos y deseos más primitivos, mientras que el consciente actúa como mediador entre esos impulsos y la realidad. En el contexto digital, el inconsciente se manifiesta en la búsqueda de gratificación instantánea, la adicción a la validación en redes sociales y la creación de identidades que idealizan aspectos de nosotros mismos que deseamos.
La duda de si estamos experimentando oxígeno intelectual o asfixia “datofrénica” se convierte en un diálogo central. El “oxígeno intelectual” simboliza la necesidad de un entorno que fomente el pensamiento crítico, la creatividad y el intercambio de ideas, permitiendo a las personas desarrollarse plenamente y contribuir de manera significativa a la sociedad. En contraste, la “asfixia datofrénica” describe un estado en el que el exceso de información, muchas veces superficial y fragmentada, abruma a los individuos, llevándolos a un bloqueo epistemológico que impide la reflexión profunda.
Por ejemplo, en las redes sociales, un usuario puede encontrar una avalancha de artículos, videos y comentarios sobre un tema específico, como el cambio climático. Si bien esta variedad de información puede ofrecer diferentes perspectivas y fomentar un debate constructivo, también puede resultar abrumadora. En lugar de promover una discusión crítica, el exceso de datos puede provocar confusión y superficialidad, haciendo que los usuarios se sientan incapaces de formarse una opinión informada.
La noción de transferencia, que se refiere a la proyección de sentimientos y deseos en figuras de autoridad o contextos culturales, cobra relevancia en el entorno digital. Nuestras interacciones con plataformas y contenidos no son meramente técnicas; son experiencias cargadas de significado emocional. Al enfrentarnos a referentes, algoritmos o marcas, no solo consumimos información o productos, sino que también transferimos nuestras aspiraciones, frustraciones y anhelos a estas entidades.
Los “influencers” se han convertido en símbolos de éxito, belleza o autenticidad para muchos, lo que lleva a proyectar nuestras inseguridades y deseos de pertenencia en ellos. Esta proyección se intensifica por la naturaleza de las redes sociales, donde la validación se mide a través de “me gusta”, comentarios y seguidores, reforzando la conexión emocional. Así, el “influencer” entendido como un líder de la cultura digital no solo actúa como un modelo a seguir, sino también como un espejo de nuestras aspiraciones.
Los algoritmos que rigen nuestro consumo de contenido crean un entorno en el que nuestras expectativas se moldean constantemente. Al recibir recomendaciones basadas en nuestro comportamiento previo, se establece una relación en la que nuestras necesidades emocionales y culturales se negocian continuamente. La transferencia aquí es doble: no solo proyectamos nuestras esperanzas en los contenidos que consumimos, sino que también permitimos que los algoritmos ajusten esas expectativas según lo que consideran relevante.
Las marcas, la mercadotecnia y los valores del mercado juegan un papel básico en estas dinámicas. Al crear narraciones que apelan a valores emocionales y culturales, se convierten en espacios donde depositamos nuestras aspiraciones de éxito, identidad y reconocimiento social. La relación que establecemos con ellas suele ser profundamente emocional, fusionando nuestros deseos personales con la imagen que proyectan. Esta transferencia nos invita a discutir la autenticidad de nuestras interacciones en el entorno digital. ¿Son nuestras conexiones con estas figuras genuinas o representan un anhelo más profundo de pertenencia y validación en un contexto en constante cambio?
Como señala Jacques Derrida, “no importa cómo salga la foto. Es la mirada del otro la que le dará valor”, sugiriendo que nuestra identidad y validación dependen en gran medida de la percepción externa. Este análisis nos lleva a reflexionar sobre si nuestras interacciones digitales son verdaderos reflejos de nuestro ser o meras construcciones impulsadas por el deseo de reconocimiento. En ocasiones, estas interacciones pueden ser más equitativas y enriquecedoras, pero no siempre en la misma medida.
Además, estas transferencias están íntimamente relacionadas con los vínculos más tempranos y emocionalmente significativos, que suelen ser las relaciones con figuras parentales. Según Sigmund Freud, la interacción con padres o sus sustitutos deja huellas importantes en lo inconsciente, que pueden manifestarse en futuras transferencias.
En este escenario, los pensamientos y experiencias compartidos en línea no son simplemente fragmentos aislados; forman parte de un entramado más amplio de significados. Cada sujeto interpreta el contenido digital a través de su propia lente, creando una multiplicidad de realidades que coexisten simultáneamente. Esta pluralidad de lecturas es similar a cómo las experiencias de vida individuales se entrelazan para dar forma a nuestra percepción del mundo. Desde una perspectiva psicoanalítica, esta variedad de interpretaciones puede enriquecer nuestra comprensión de nosotros mismos y de los demás, pero también puede generar confusión y conflicto, dado que diferentes percepciones pueden chocar en un espacio compartido, creando tensión entre lo que se presenta y lo que se percibe.
La era digital representa un cambio fundamental en cómo nos comunicamos, construimos nuestra identidad y entendemos nuestras relaciones. La realidad digital actúa como un espejo que refleja y distorsiona nuestras vivencias, desdibujando las fronteras entre lo tangible y lo virtual. Este nuevo contexto nos obliga a reconocer que, aunque estos mundos parecen distintos, forman parte de una misma realidad humana compleja. La digitalización no es solo un avance tecnológico, sino una reconfiguración de nuestras dinámicas psíquicas y sociales, que plantea preguntas sobre quiénes somos y cómo nos relacionamos en un entorno donde la imaginación y la realidad se entrelazan de manera inesperada.
La cultura digital se caracteriza por la accesibilidad y la interactividad, permitiendo que cualquiera con conexión a Internet contribuya a la creación y difusión de contenido. Esta democratización ha dado lugar a fenómenos como memes, blogs y podcasts, que reflejan la diversidad de experiencias contemporáneas. pero, el entorno digital también conlleva riesgos, como la manipulación de información y la polarización ideológica, exacerbados por algoritmos que pueden crear cámaras de eco. Por ello, es crucial diseñar políticas culturales que promuevan la diversidad y garanticen la inclusión de voces menos representadas, asegurando que todas las comunidades puedan participar plenamente en la cultura digital y fortalecer la salud democrática