Boris Berenzon Gorn.
“Prohibido prohibir”
Graffiti, París, mayo 1968
Los movimientos de 1968 marcan un momento fundacional en la historia contemporánea, caracterizado por intensas luchas sociales y culturales en todo el mundo. En un contexto de opresión y autoritarismo, estos movimientos se manifestaron en países como México, Francia y Checoslovaquia, dando voz a una generación que clamaba por justicia, libertad y cambio. Su relevancia va más allá de lo histórico, invitándonos a reflexionar sobre la naturaleza de la cultura y la sociedad. El 68 se presenta como un punto de quiebre cultural en la modernidad y sus crisis, que han sido utilizadas como fantasmas por el sistema para intimidar a la ciudadanía, desafiando los valores de la racionalidad, la pasión, la coherencia y lo genuino.
El graffiti más emblemático de 1968, “prohibido prohibir”, al que ayer hizo alusión la nueva presidenta de México Claudia Sheinbaum, durante su toma de posesión quien siente y sabe de la relevancia de los movimientos estudiantiles para la construcción del conocimiento social, científico y cultural. Como no recordar “Me gustan los estudiantes” de Violeta Parra, evocando la memoria colectiva de aquella época. Los memoriosos que recuerdan son leales a su identidad, ya que no escapan de la conciencia que ofrece la historia. Las memoriosas también, pero además son críticas y generosas; comprenden que entre el olvido y la memoria se define el futuro de nuestra sociedad.
El pasado se convierte en una bitácora que orienta el presente hacia una construcción más consciente y solidaria. Es fundamental señalar que tanto la memoria como el futuro no tienen dueños; quienes se atribuyen ese derecho suelen ser los grandes narcisistas de la historia. Un “narcisista de la historia” representa a aquellos individuos o grupos que se apropian de narrativas históricas, moldeándolas a su conveniencia y, a menudo, ignorando o desestimando las vivencias y contribuciones de otros. Este tipo de interpretaciones tienden a resaltar su propio papel y logros, mientras minimizan la complejidad y diversidad de la historia y la cultura en su totalidad. Quizás lo hacen porque apuestan al analfabetismo histórico y al glamour de los datos como un símbolo de superioridad, en lugar de ofrecer una interpretación auténtica de nuestro ser.
La interpretación hermenéutica de los acontecimientos de 1968 no solo ilumina las luchas de aquel entonces, sino que también enriquece nuestra comprensión de los símbolos y significados que emergieron en ese período. Al analizar la rebeldía como un fenómeno cultural, se revela el profundo choque entre el descontento social y el deseo de transformación. En este breve texto sugerimos que, a través de una lectura hermenéutica, podemos apreciar cómo los movimientos de 1968 no solo fueron un clamor por derechos, sino también un punto de quiebre cultural que dio inicio a un nuevo momento histórico, marcado por las múltiples crisis de la modernidad y las pulsiones que se rescatarían desde la congruencia y la consecuencia, tras épocas de “sometimiento”.
Estos movimientos se caracterizaron por articular demandas políticas, culturales y sociales. En México, la brutal represión del movimiento estudiantil y las protestas por la libertad de expresión reflejaron un descontento acumulado a lo largo de los años. Este fenómeno se vinculó con movimientos globales como el Mayo francés y la Primavera de Praga, evidenciando un deseo compartido de justicia y cambio. La convergencia de estas luchas transformó el paisaje político de la época y dejó una huella duradera en la conciencia colectiva, planteando interrogantes sobre la autoridad, la identidad y el papel de la juventud en la construcción del futuro.
Desde una perspectiva hermenéutica, la interpretación de los sucesos en cadena de 1968 permite desentrañar los símbolos y significados que emergieron durante este periodo de efervescencia social. Al considerar la rebelión no solo como un acto de resistencia, sino como un proceso cultural, se abre un espacio para entender cómo estos movimientos articularon una nueva forma de expresión que trascendía las demandas inmediatas. Filósofos como Paul Ricœur y Mauricio Beuchot ofrecen herramientas para analizar este fenómeno desde una óptica que reconcilia la crítica con la recuperación de la memoria histórica. Así, la rebelión de 1968 se convierte en un símbolo de la búsqueda de libertad, no solo en términos políticos, sino también como una manifestación del deseo humano de crear un sentido compartido en medio de la diversidad cultural. Esta lectura hermenéutica resalta la importancia de la cultura en la transformación social, subrayando que cada acto de rebelión es, en última instancia, un acto de creación y redefinición de la identidad colectiva.
Paul Ricœur, en su crítica a la escuela de la sospecha representada por figuras como Marx, Nietzsche y Freud, propone una recuperación de la epistemología espaciotemporal que permite un análisis más profundo de los fenómenos culturales y sociales. Este enfoque, al centrarse en la desconfianza hacia las narrativas dominantes, puede generar un escepticismo que socava la comprensión interdisciplinaria de la cultura. Ricœur sostiene que, para abordar el fracaso de la conciencia moderna y su crítica a la racionalidad, es esencial analizar los signos y símbolos emergentes en el contexto histórico. Esto no solo busca entender las causas subyacentes de los hechos, sino también revelar las narrativas que dan sentido a la experiencia humana, permitiendo una interpretación más rica de movimientos sociales como los de 1968.
Desde la perspectiva de Mauricio Beuchot, el paradigma hermenéutico analógico ofrece un marco crucial para aplicar estas ideas a la educación multicultural. Beuchot entiende la cultura como un espacio para la libertad de pensamiento y creación, destacando la importancia de reconocer la diversidad de experiencias que configuran la identidad colectiva. En el contexto de los movimientos de 1968, esta perspectiva subraya que la multiculturalidad no solo implica el reconocimiento de diferencias sociales, sino también la creación de un diálogo enriquecedor entre diversas tradiciones. Al analizar estos movimientos desde una óptica intercultural, se evidencia que la lucha por la libertad y la justicia fue, además de un fenómeno político, un proceso cultural que desafió y reconfiguró la comprensión de la identidad en un mundo plural.
La rebelión estudiantil adquirió un significado profundo, como lo señala la semióloga Julia Kristeva, quien considera que la revuelta es un “estado de espíritu” esencial para la vitalidad de una sociedad. Esta capacidad de rebelarse no solo representa una respuesta a la opresión, sino también una manifestación de la libertad individual y colectiva. Kristeva advierte que la ausencia de esta capacidad de rebelión puede conducir a una vida psíquica robotizada y homogeneizada, donde la creatividad y el pensamiento crítico se ven comprometidos. La lucha de los jóvenes de 1968, por lo tanto, se erige como un acto vital que busca no solo cambios políticos, sino también la reafirmación de la dignidad humana y la posibilidad de una vida auténtica.
En el contexto mexicano, la relación entre intelectuales, poder y sociedad fue crucial para comprender el fenómeno del 68. Intelectuales como José Revueltas ofrecieron análisis críticos que subrayaban tanto la espontaneidad como la consciencia del movimiento, argumentando que el descontento no era nuevo, sino el resultado de décadas de opresión y resistencia. Las tensiones sociales, al ser reprimidas, pueden resurgir con fuerza, convirtiendo al movimiento estudiantil en un reflejo de la lucha generacional por transformar la realidad y replantear las relaciones entre conocimiento, política y cultura en un país en busca de su lugar en el mundo.
El año 1968 se erige como un punto de inflexión en la historia contemporánea, marcado por un estallido de protestas y activismos que desafiaron las normas establecidas. Desde las universidades de París hasta las calles de México, salieron nuevos códigos culturales que reconfiguraron la expresión individual y social. Esta conmoción dio voz a una nueva generación que exigía no solo cambios inmediatos, sino una visión radical del futuro. La juventud de 1968, con su espíritu insurrecto y mucha creatividad, planteó preguntas fundamentales sobre autoridad, justicia y la posibilidad de un mundo más equitativo, dejando una huella indeleble en la cultura y la política.
La diversidad y el alcance del movimiento de 1968 fueron notables, involucrando a múltiples sectores de la sociedad, incluidos estudiantes, intelectuales y trabajadores. Este fenómeno no fue monolítico; más bien, se caracterizó por su pluralidad y por la interconexión de diversas luchas.
El impacto a largo plazo del movimiento de 1968 se manifiesta en las luchas contemporáneas por los derechos humanos y las libertades sociales. Las demandas que surgieron durante ese año sentaron las bases para futuras movilizaciones, influyendo en movimientos posteriores como el feminismo de la segunda ola y los derechos civiles. La capacidad de organizarse y articular sus reivindicaciones se convirtió en un legado que sigue inspirando a las generaciones actuales en su búsqueda de justicia y equidad.
La conciencia de 1968 fomentó un sentido de conocimiento crítico que desafía las narrativas hegemónicas, invitando a la reflexión sobre cómo la cultura puede ser reinterpretada a través de la acción colectiva. Así, el movimiento de 1968 no solo representó un momento histórico; fue, sin duda, un gran instante de nuestros tiempos, resultado de procesos que reflejan tanto el deber como el deseo de la existencia.