Raúl Flores Martínez.
El plan de seguridad que propone la Presidenta Claudia Sheinbaum Pardo, es implementar en sus primeros 100 días de gobierno una ambiciosa cruzada contra los 10 cárteles del narcotráfico que operan en México.
En el centro de esta estrategia está el uso de todas las capacidades y fuerzas del Estado para enfrentar de manera frontal a organizaciones como el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación. Si bien el objetivo de combatir el narcotráfico es necesario y urgente, este plan plantea varios interrogantes que invitan a una reflexión sobre una segunda parte de la guerra contra el narcotráfico que inició Felipe Calderón.
Primero, se observa un enfoque que repite estrategias pasadas, donde la militarización y la confrontación directa han sido los pilares. A pesar de los esfuerzos de gobiernos anteriores, la violencia ha persistido e incluso se ha intensificado en varias regiones del país.
La promesa de “recuperar el control” sobre territorios dominados por cárteles y liberar zonas productoras de aguacate y limón refleja una narrativa conocida. Sin embargo, es fundamental cuestionar si la repetición de esta fórmula realmente logrará cambios significativos.
La experiencia sugiere que las acciones punitivas contra el narcotráfico suelen tener efectos limitados cuando no van acompañadas de esfuerzos integrales en materia de desarrollo social, reconstrucción del tejido comunitario y fortalecimiento de instituciones locales.
Por otro lado, se plantea la pregunta sobre la capacidad real del Estado mexicano para enfrentar de manera simultánea a tantos actores criminales de alta peligrosidad. El plan parece aspirar a abarcar demasiados frentes en un período extremadamente corto.
Los cárteles como el del Pacífico/Sinaloa o el CJNG, que no solo tienen operaciones en México sino también en otros países, no son fácilmente desmantelables a través de operaciones militares. Sus redes son complejas, y su impacto en la vida social y económica de las comunidades es profundo.
Otro aspecto crucial que requiere atención es la poca mención a la necesidad de combatir las causas estructurales que permiten la proliferación de estos grupos. Factores como la pobreza, la falta de oportunidades y la corrupción en los niveles locales y estatales son aspectos que, si no se atienden, seguirán nutriendo a las organizaciones criminales, sin importar cuántas cabezas se corten en las cúpulas del narcotráfico.
Además, el enfoque de “pacificación” en lugares como Chiapas, una región que ha vivido una escalada de violencia derivada no solo del narcotráfico, sino también de tensiones políticas y sociales, podría necesitar una visión más amplia que la que ofrece este plan.
La pacificación no puede entenderse únicamente como la eliminación de cárteles, sino como la creación de condiciones para que las comunidades recuperen la confianza en las autoridades y en las instituciones.
Finalmente, los 100 días propuestos como marco temporal para implementar esta estrategia parecen más una promesa política que una expectativa realista. La violencia que asola a México es un problema profundamente arraigado, que requiere de soluciones a largo plazo y políticas que trascienden la inmediatez del cambio de administración.