La necesidad de una paz estable

Jorge Miguel Ramírez Pérez

Jorge Miguel Ramírez Pérez.

Siempre durante la historia del hombre la paz ha sido un anhelo que se ve insuperable cuando falta, pero cuando existe de -algún modo- incluso de manera incompleta, normalmente no se aprecia. Se dice en los refranes populares que nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido.

México después de la revolución de 1910 y sus secuelas, hasta los años treinta del siglo pasado, vivió en una zozobra ininterrumpida no por causa de Porfirio Díaz que se marchó hacia Europa en el barco alemán “Ipiranga” en mayo del 1911; contra lo que se da entender, unos cuantos meses del inicio del movimiento armado, dejando atrás cualquier interés de recuperar el poder perdido.

Don Porfirio siempre estuvo consciente que después de él, se quedaba un país incendiado por diferentes intereses de los más mezquinos. Una razón irrebatible que se materializó entre los bandos de los cabecillas, -algunos de ellos connotados delincuentes- que lo ratificaron cuando regaron la patria con un baño de sangre sin freno, en pos de ambiciones ilegítimas bajo el pretexto acostumbrado por la mayoría de las tiranías: falseando reivindicaciones que terminaban una vez que las alforjas del atraco estaban satisfechas, o la hinchazón del poder evanescente les daba turno de sentarse en una silla inocua para la justicia, pero idolatrada.

Fue hasta la década de los años 50 del siglo pasado que los gobernantes de nuestro país entendieron o se los dieron a entender, que un país sujeto a los vaivenes de la desestabilidad política, valía nada a la hora de querer asentar mejores condiciones de vida para sus habitantes.

Y desde entonces empezó un México distinto, uno que empezaba con el discurso de las instituciones por encima de caciques o caudillos. El último de ellos, Lázaro Cárdenas, como concesión especial conservó el poder de ser el principal líder influyente en cargar sus preferencias hacia los mandos militares de los gobiernos posteriores, empezando consigo mismo en el de Ávila Camacho, tuvo también la franquicia de la gubernatura de Michoacán, que definió incluso post mortem, y pudo intervenir en las designaciones de Petróleos Mexicanos. Suficiente peso, pero bien delimitado. Pero cuando se aventuró senilmente a portarse bravuconamente contra sus aliados históricos, los Estados Unidos por el asunto de Cuba; acelerado con participar en la defensa de la isla, nadie lo tomó en serio.

Fue la estabilidad política y un gobierno relativamente congruente los factores que permitieron los anclajes para hacer atractivo México, que pese a su superior posición estratégica causaba dudas y desconfianza por la mala fama de políticos mañosos e ignorantes, inclinados cada vez que tenían una oportunidad potencial de querer quedarse en el mando. Eso se acabó en la misma década mencionada, el último que fraguó esa intentona fue el Miguel Alemán, de acuerdo con el licenciado Rubén Pérez Peña, (tío Rube) alto funcionario de Gobernación con Díaz Ordaz, bastó una reunión informal en el Hospital Militar en una visita al expresidente Manuel Ávila Camacho, que convalecía de una caída de caballo, cuando el presidente Alemán aconsejado y escoltado por un alto jefe militar para visitar al paciente; fue disuadido por el encamado y por Cárdenas, incluso de nombrar como sucesor a Fernando Casas Alemán, un tipo de Manuelito González, aquél general que uso de patiño Porfirio Díaz, cuando por única vez le encargó la presidencia.

La preciada estabilidad política dio a luz la mecánica del desarrollo estabilizador cuyo más sagaz operador fue Antonio Ortiz Mena. México, empezó a crecer al 4, al 5 y al 6 % ya con Díaz Ordaz. Se hablaba del milagro mexicano. Un país de bandidos ascendía por la senda de la civilización. Sí, hubo un tiempo de pax monopartidista, que empezó a descomponerse cuando las pugnas internas de los presidentes se alebrestaban cuando estos intentaban prolongarse en el poder. Casos evidentes, Luis Echeverría, encuerdado por un famoso encantador de serpientes, Porfirio Muñoz Ledo, precipitó la fuga de capitales y la caída del peso; o cuando los Salinas en el nivel de triunvirato nepótico, querían alargar el mando sin ponerse de acuerdo.

En el pleito murieron un favorito y un pariente, ambos en el tinglado del poder. México, pagó mucho por esa desestabilización que llevó a la quiebra la confianza en tesobonos que acumulaban 50 mil millones de dólares, provocando un apoyo en fasta track del congreso americano bipartidista, por algo que quedó en 30 mil millones y de ahí, la ruta fue el camino expedito al FOBAPROA.

La democracia a medias empezó sin proyecto político integral y las delincuencias buscaron arreglos regionales y surgiendo estallidos, hasta en los pueblos más infames del territorio.

Bajo la égida de los atlacomulcas la competencia por extender la corrupción sin límite distrajo el interés de los altos burócratas y a los grupos transgresores se les vio como factores de usos de amedrentamiento y ganancias. Por un lado, se les daban concesiones y por otro lado también crecían los intereses de ambiciosos que urgían de recursos para la grilla, sin etiquetas morales; y se produjeron, (según se sabe hoy con mayor detalle, por lo acalambrado de los poderosos del poder público, de la molestia que les causan detenciones y amenazas, que les excluyen en las decisiones); el remate de franquicias de esos adeudos lo que tiene fragmentado el territorio sin precedentes históricos.

Y se perdió la paz. Así de sencillo. Nadie parece poder recuperarla ni los que están, porque forman parte de esa maraña, ni los que se les oponen porque probablemente también estén en el ajo. No hay certeza.

¿Y los demás, apa?

Creo que no saben, no sabemos hasta donde hay que recuperar la paz perdida, pero creo que muchos todavía, no todos, apenas estamos de acuerdo que la necesitamos.

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