Relato de un náufrago

Rodolfo Higareda Coen.

Los huracanes, a diferencia de los terremotos, se pueden predecir con mucha mayor precisión.  En ciertas ocasiones su fuerza se diluye o su trayectoria cambia, pero las poblaciones costeras pueden preparase para afrontarlos con días de anticipación.  El que acaba de arrasar con todo México no llegó intempestivamente, fue advertido con antelación y nadie hizo caso.

A pesar de ello, solamente unos cuantos comparten la angustia por la destrucción que dejó ese Kukulkán furioso e imbatible.  Y no deja de ser intrigante observar el pasmo en que se encuentran muchos entre las filas de la distinguida clase política e intelectual del país, el famoso círculo rojo —ahora reemplazado por el guinda— que hasta sin chamba amaneció.  Presos del pánico, se debaten entre la ardua tarea de recoger escombros o buscar alimento en los basureros.  Para el resto, cuyos techos no fueron arrasados cuando la tormenta tocó tierra, la vida sigue igual y se piensan que con la reconstrucción nada cambiará sustancialmente.  Quizás ignoren que el ojo del ciclón se quedará estacionado; con su poderío arrasando con todo lo que encuentre a su paso.  En cambio, los que sí se prepararon para ello gobernarán entre esas ruinas, como lo hizo aquel tuerto de Saramago sobre los desdichados ciegos.

Es discutible definir si la lucha que dio la izquierda mexicana para alcanzar el poder se le debe a los ferrocarrileros en los cincuenta, a los estudiantes del sesenta y ocho, o a los perredistas de Cárdenas y Porfirio.  Yo digo que a todos ellos, pero en cualquier caso les tomó cuando menos medio siglo de navegar contra corriente; hasta que la desidia de la sociedad, acompañada de la complicidad de políticos e intelectuales, impulsó sus velas maltrechas.  Al final del trayecto y estando por llegar a puerto, la tripulación se amotinó para imponer la capitanía del más despiadado de los corsarios.

Sin embargo, y hay que decirlo, el desastre que hoy vemos tiene responsables —quizás todos nosotros— aunque ya los reproches estén de más.  Ante ello, quienes hoy desean revertir los hechos consumados no tendrán otra opción que ser pacientes y astutos.  Pudiera ser que la caída de un meteorito o una guerra nuclear aceleren las cosas; de otra suerte —y al igual que los panistas y perredistas lo hicieron antes— los vencidos vivirán por décadas enfrentando una pelea dispareja.  Otros sin duda se conformarán con escuchar, desde un refugio seguro, el espeluznante sonido de los vientos embravecidos.  En lo personal, estoy cierto que no me alcanzarán las brazadas para otra vez apreciar la suave brisa de la democracia en nuestras costas.  El vendaval me arrastró mar adentro, sin que mis ojos puedan por ahora vislumbrar nada en el horizonte.

Me entristece ver que aquellos que buscan el rescate de la democracia, hayan sido abandonados a su suerte cual náufragos en el Pacífico.  Y como coletazo al sufrimiento, veo que muchos de esos valientes son los mismos que se hicieron a la mar cuando antes nos regían otros déspotas.  Por ahora casi todos los jóvenes flotan inermes (a excepción de los estudiantes de derecho), sin otro deseo que el de echarse al Sol en una playa cada día más sucia.  De momento no guardo esperanza alguna, salvo el llegar a una isla desierta y nunca más volver.

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