Jorge Miguel Ramírez Pérez.
Es muy difícil tomar decisiones o esperar que otros decidan por ti si no tienes un esquema que por lo menos te explique, -dentro de las probabilidades- que cursos de acción se van a producir en tu país sobre factores de los que tienes muy poco de control o no tienes ninguna injerencia. Eso es lo que pensaría cualquier estadista que con serenidad y lo más objetivamente posible, se enfrenta a realidades para los cuales no está preparado y que quiera o no, tiene que asumir.
Y me refiero concretamente al hecho de que todo indica que Donald Trump, el expresidente de EUA va a retornar, si o sí. Y obviamente este hecho que se puede producir en unos cuantos meses, agarra desprevenido a México y a su burocracia socialista empecinados con un discurso que, solamente que no se quiera ver, es eminentemente anti estadounidense en sus marcos de referencia y visión anticapitalista; en la que las políticas oficiales abiertamente, están contra todo lo que signifique empresariado, competencia, y políticas de mercado, ideas en las que hasta las palabras, son proscritas del sistema de la educación oficial.
En tal efecto hay varias condicionantes más tangibles que ratifican y propulsan en la proyección de la problemática algunos de los hechos superficiales arriba mencionados.
La primera interrogante es el tipo de modelo de las relaciones internacionales que tiene tradicionalmente México, y me refiero a la seriedad perdida de su decadente servicio exterior, que tuvo la imagen doméstica de un orgullo exagerado que hacía ver en la postrimería del siglo XX -de acuerdo con la propaganda del autoritarismo priísta- la obvia inexactitud de que México era un gigante en la arena internacional y un factor de liderazgo determinante en la región, que según la fama, gozaba de una irrefutable solvencia moral entre los pueblos de la tierra.
El premio Nobel de la Paz en 1982, otorgado al diplomático mexicano Alfonso García Robles y a la sueca Alva Reimer Myrdal, fue la cúspide de esa fama fabricada convenientemente desde el enfoque de la escuela idealista estadounidense, que tradicionalmente ha ponderado los factores multilaterales en la política internacional; y por supuesto el consabido respaldo de los regímenes de la época, bajo los conocidos postulados de no-intervención, o lo que es lo mismo mantenerse en la indefinición sin comprometerse. Un monumento a la tibieza, salvo muy contadas excepciones de las que sobran utilizando para contarlas, los dedos de una mano.
Pero con todo lo que pudiera ser criticable, el servicio exterior mexicano llegó a tener un cuerpo con diplomáticos bastante congruentes y dispuestos en las adversidades, sobre todo, los cuadros medios en hacer bastante más de lo que los recursos a su disposición les limitaban.
Pero con el tiempo en este siglo -paulatinamente- bajo el paraguas de la democracia, hoy en ruinas, el cuerpo de la diplomacia empezó a perder mucho terreno y fue sustituido, por políticos del montón, lo que siempre fue una mecánica ambivalente, porque servía para desterrar a amigos proclives a las infidencias o para mantener bajo control, elementos con inquietudes intrigantes que la prudencia aconsejaba alejarlos físicamente de sus adictos y subordinados potencialmente levantiscos.
Pero en los últimos años se convirtieron en premios de protección los cargos de embajadores y cónsules como pago de las traiciones consumadas, que, como imagen para motivar las secuencias ventajosas de las perfidias, convenía escudar de los desafectos originados por las deslealtades, pero estrictamente no más allá del final del gobierno que los embaucó a cambio de impunidad. Pero lo más grave es que se perdió el discurso y la operación de los diplomáticos mexicanos de la guerra fría; y con ello, se esfumó la doctrina idealista que profesa el Departamento de Estado, plagado de influencias demócratas. Y como todo lo que hacen los revolucionarios mediante la suma de resentimientos, es destrucción y no dejan ningún fruto, y no tuvieron una lógica estructurada para que México, tuviera un razonamiento de defensa, la improvisación sin partitura ha sido la constante de la política exterior mexicana.
Con el arribo anunciado de la llegada del neoyorquino al mando del gobierno de EUA, no solo no se tienen puentes en nuestro país, sino que como dije, en un principio; no hay un esquema adecuado para entender los hechos e interpretar las decisiones. Los demócratas han mantenido con viento y marea la teoría multilateral por encima de la bilateral, y la presunción del factor de la “buena voluntad”, en todas las negociaciones con otros poderes.
Por el contrario, el esquema de los realistas siempre ha sido centrado en el poder y en las pretensiones de dominación de las potencias en juego. Se pone en relevancia para ello, necesariamente la práctica de una disciplina geopolítica por encima de las teorías de las relaciones Internacionales, basadas en la suposición que las diversidades de la política internacional se solucionan con la presión de los demás, incluyendo los que no pudieron solventar todas las etapas de ese proceso.
Esta discusión está en boga porque la ambigüedad lo ha permitido y tal vez nunca como ahora, las élites nacionales estén tan necesitadas de recuperar la lógica del poder, que se puede avizorar para cualquiera que le ocupa la dirección de su país y el nivel de resistencia que se requiere de los embates de los enemigos de la paz; encontrar un esquema de trabajo sobre las amenazas reales que se pueden producir y la fragilidad institucional (sin precedentes) que ahora se tiene. Ese esquema es la geopolítica.