Rodolfo Higareda Coen.

Ríos de tinta han corrido para hablar de los pecados de López Obrador, pero creo que es momento de analizar las virtudes que lo han convertido en un de los líderes más poderoso y queridos del mundo.  Estoy seguro que el mexicano debe ser envidiado por sus pares, empezando por Putin, Xi y Trump.  El ruso por ejemplo, ha tenido que desatar cruentas guerras para intentar poner en orden a su zona de influencia; mientras que el chino se ha visto obligado a armarse hasta los dientes para establecer su hegemonía regional.  En ambos casos, un puño de hierro se cierne sobre sus súbditos.  En cambio, nuestro tabasqueño todavía se ha dado el lujo de hacerse un regalo de despedida.  Va a tomar por asalto a la Suprema Corte; y sin mayores contratiempos terminará por instaurar su muy personal versión del castrochavismo.

Me lo imagino en sus tiempos universitarios, viendo a esos jóvenes privilegiados que andaban por las calles bien vestiditos y rodeados de todo lo que el dinero puede comprar; gracias a la riqueza obtenida por sus padres (legalmente o no).  Entre tanto, él tomaba un asiento en las últimas filas del salón de clases; observándolo todo e imaginando un país distinto.  Cuando por fin decidió salir a competir electoralmente, y lejos de emular a aquellas campañas tradicionales donde los candidatos son llevados por los barrios populares cual si fueran el santísimo, López optó por escuchar a las personas.  La miseria, la inseguridad y las carencias de todo tipo eran los lamentos que a diario recogía en sus largas marchas; y desde luego que hacía suyos los agravios de la gente.

Los otros muy técnicos y pagados de sí mismos, ideaban programas sociales que según ellos paliarían rezagos ancestrales; pero que desafortunadamente, en el corto plazo, no provocarían cambios significativos en la calidad de vida.  La población en cambio, necesitaba que la voltearan a ver; que le echaran una mano pero no igual a la que podía obtener de un patrón bondadoso.  AMLO se mimetizó y les regaló esperanza y sosiego.  Finalmente había llegado alguien que comprendiera sus pesares y que sintiera sus angustias y resentimientos.

Para un joven padre de familia, ese político de izquierda fue y es como un maná caído del cielo.  Intentando inútilmente de trepar por la escalera rota y podrida del progreso, obligado a despertar a las cinco de la mañana para coger un transporte de mierda que lo lleve al lujoso hotel donde trabaja, día tras día ve pasar frente a él al derroche y al ocio que sabe que nunca podrá disfrutar.  Una día sí y otro también, sin vida ni sueños, mirando a lo lejos ese mar turquesa que sus pequeños pocas veces podrán gozar.  La quincena que llega a la mesa, producto del esfuerzo de toda la familia, apenas y alcanza para mal comer; deambulando siempre en entornos inseguros y pestilentes.  Tiene claro que sus abuelas nacieron en la pobreza, que su madre también; y que sus hijos seguirían por la misma senda.  Pero aquel hombre les dijo que podían estar un poco mejor; y después, con el tiempo, se los cumplió.

¡Qué fácil es criticar a esos que agradecen tener tres mil pesos adicionales en el bolsillo!  Dineros que para unos cuantos son solamente centavos que tiran en exclusivos restaurantes; como si fueran producto de la digestión del pato cantonés que frecuentemente disfrutan.  ¿Que se van a apropiar de la Corte?  ¿Que el instituto de transparencia está en riesgo?  ¿Que los derechos humanos?  Todo eso pasa a un vigésimo plano retórico cuando de llenar la panza de los niños se trata.  ¿En verdad se piensa que la defensa de esas banderas llega a los sentimientos más profundos de nuestra gente?  La respuesta es un rotundo no, independientemente de lo loable que puedan ser dichas causas.

Y por cierto, a López no le mataron a su candidato y tampoco se le levantaron en armas los indígenas chiapanecos.  El peso no ha sufrido crisis alguna y los gringos no han tenido que salir a nuestro rescate.  Mucho menos necesita casarse con una estrella de cine para ser popular, y todos los santos días le da la cara a sus gobernados sin que las críticas le hagan mella.  Incluso ha podido acampar en el Paseo de la Reforma y tomar por asalto al legislativo, sin temor a ser sentado en el banquillo.  Frente a él, Donald Trump parece un niño de pecho: berrinchudo y lleno de problemas.

Subestimado desde el día uno, AMLO es aquel tipo pequeño que siempre pasa desapercibido (“the little guy”); como el personaje de Al Pacino en el Abogado del Diablo.  Y ya para cuando cayeron en la cuenta, nadie supo en qué momento les pasó por encima todo el ejército troyano.  Hoy en día, absolutamente ninguno de sus rivales puede hacerle sombra.  Él reina en las tinieblas, es el amo y señor del paraíso perdido.  Ricos y pobres ahora se la deben; y no existe una hoja que se mueva sin que antes le arroje un soplido.  Nunca en nuestra historia había surgido un líder de esa dimensión, nos guste o no.

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